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No están los tiempos, desde luego, para andar descartando posibles lectores. Va la cosa la mar de apretada con la competencia de todo ese batiburrillo de las redes sociales que despachan en un instante cualquier asunto con tanta brevedad y concisión como contundencia y grosería. Al que grita más fuerte se le oye más; no puede decirse que sea una novedad. Andan, también, la mitad de los profesionales ocupados en parapetar a sus jefes tras gabinetes de prensa blindados y en emitir escuetas notas de prensa que no pretenden, precisamente, incitar a la reflexión serena y sensata. Así que, si no dispone de algo de tiempo y buena voluntad, puede usted prescindir de este escrito y, emitiendo el consabido y fatal «¡Menudo facha!», dar la cosa por resuelta.

Vivimos unos tiempos en los que el fango ha pasado a convertirse en un producto manufacturado que puede ser fabricado por cualquiera con unas ligeras nociones de política y algún acceso a una máquina del idem.    Debemos reconocer que, aparte de permitir a nuestra clase dirigente fabricar algo por fin -sea lo que sea-, resulta insustituible en el manejo de la cosa pública. Sirve estupendamente para un propósito y su contrario. Permite descartar cualquier acusación que recibamos, por justificada que esté y, a la vez, para lanzar los infundios que tengamos a bien propagar. La máquina, con su viscoso resultado, produce unos cortafuegos estupendos para impedir la aproximación y la reflexión sobre estos asuntos que, por otra parte, ya procura evitar todo aquel que pretende mantener impoluto su calzado ideológico.

En medio del entramado de estas nuevas formas ha caído en la trampa, como era de prever, un ingenuo president del Parlament que tuvo el valor de declararse libertario al comenzar su mandato en este ambiente cargado del nuevo mundo regulable que, sin acabar de funcionar, parece necesitar todo tipo de normas hasta para acudir al retrete. ¿Soñarán los burócratas con ovejas sostenibles?

No entiende uno muy bien la curiosa costumbre que va afianzándose en nuestros parlamentos y cámaras de exhibir banderines, fotos o mensajes desde el propio escaño. Bien está que quien no dispone de una tribuna ni disfruta del amplio eco de un foro de discusión pública, recurra a estas exhibiciones para difundir su mensaje. Pero no se explica la necesidad de utilizar tales métodos por parte de unos diputados reunidos, precisamente, para escucharse los unos a los otros. Resulta una muestra de sectarismo y fanatismo con la que parece anunciarse una clara voluntad de prescindir de las explicaciones de lo que otros grupos tienen a bien someter a nuestra consideración. Lo que casa bastante mal con el espíritu de una asamblea democrática.

Hay administraciones que prohíben tales prácticas por encontrarlas, acertadamente, fuera de lugar y, desde luego, no hay nada más razonable que impedir -como trata de hacer el reglamento e intentó persistentemente el Presidente Le Senne- que las realicen quienes tienen la responsabilidad de moderar y dirigir el debate desde la propia Mesa del Parlamento. El tema no podía resultar más propicio: la mismísima memoria democrática. Consiste este invento, ni más ni menos, que en condenar y recriminar la voluntad de prescindir del amargo goce de la revancha sobre los nietos de los que vencieron y maltrataron a nuestros abuelos, ya hará casi un siglo.

En mi juventud, éramos, por lo visto, tan cándidos que desconocíamos estos sutiles placeres. Sí, nuestra inocencia era tal que, incluso, creíamos que determinadas partes de nuestra anatomía eran susceptibles de inflarse o hincharse. Las partes redondeadas, esféricas o ahuevadas eran, según aquellas supersticiones, las más receptivas al enfrentar este problema. El presidente Le Senne fue sometido a un auténtico calvario entre las solicitudes de cumplimiento del reglamento por parte de sus afines, el ruido de sus contrarios y su voluntad de permanecer ecuánime en un asunto tan delicado. Por lo visto, al final, reaccionó el hombre mal. Ahora debe explicar a un tribunal de qué va todo esto del odio a los contendientes guerracivilistas de hace ochenta años. ¡Y, ay de él como a alguien se le hinche algo!