Suelo estar atenta a las noticias sobre arqueología, por pasión, y la mayoría de las veces solo sirven para comprobar que hasta el campo de la ciencia se ha convertido en un show que únicamente busca titulares llamativos.
El último descubrimiento estrella es la identificación de Teodomiro, el obispo medieval que inventó el Camino de Santiago al decir que en la ciudad gallega –entonces inexistente– se hallaban los restos del famoso apóstol, nueve siglos después de su muerte en Jerusalén. Todo ello no es más que una leyenda, empezando por la propia existencia histórica de Jesús y, por ende, de Santiago. Que aquel personaje (de momento) de ficción recorriera ya muerto medio mundo conocido para ser enterrado en el finisterre es una idea preciosa y así debió entenderlo el obispo del siglo IX cuya tumba han vuelto a abrir para someter los huesos a pruebas de ADN. Los resultados tangibles entran de lleno en el terreno de la especulación. Parece que el esqueleto hecho añicos corresponde a un hombre menudo de unos 45 años –las pruebas anteriores decían que pertenecían a una mujer anciana–, que vivió entre los años 673 y 820 d.C., que estaba malnutrido, y tenía mezcla de poblaciones romana, visigoda y del norte de África.
De esos datos los arqueólogos infieren que han encontrado a Teodomiro. En realidad, lo que tienen es una lápida en perfecto estado de conservación que identifica la tumba de ese personaje y aporta una fecha de muerte: 847. Pistas claras que coinciden con lo analizado, pero no certifican nada.
Lo que sí sabemos con seguridad es que en aquellos años los musulmanes tomaban la Península y los próceres del cristianismo tenían que afianzar su dominio y la supervivencia de su religión.