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Pues, la verdad, el auténtico resultado tanto de las últimas elecciones como de las últimas actuaciones europeas es, simplemente, un panorama desolador. Resulta que, aparte de las lecturas folclóricas sobre el crecimiento de la polarización, hemos podido constatar que compartimos en los países de este    viejo continente no sólo los mismos problemas sino también la misma carencia absoluta de soluciones.

Vamos a gozar de una inmediata inestabilidad política con una interesante radicalización de las propuestas, vamos a intentar rearmarnos para mostrar al mundo nuestra incapacidad militar a causa de una guerra que entró en vía muerta hace tiempo y vamos a incrementar para ello unos impuestos que nos paralizan en cuanto a competitividad, nos desarman en cuanto a inversión e innovación y no nos bastan para financiar todos los derechos que no paramos de adjudicarnos a nosotros mismos. Insistiremos, eso sí, en que nuestra visión de la realidad es la única correcta y persistiremos en imponer nuestra matraca a toda una serie de potencias que nos adelantan, en todos los sentidos, a toda velocidad y que cada día nos toman más a chacota. Impondremos, cueste lo que cueste, nuestro concepto del bien a esa inmensa parte de la humanidad a la que le importamos un comino y que no deja de vernos como un anticuado parque de atracciones que incluye entre sus muchas diversiones una que llamamos, precisamente, «antiturismo».

Por ahí vamos, y adelante con los faroles. Tenemos a nuestros jóvenes, cuya educación era nuestra responsabilidad, divididos entre los que pueden permitirse el lujo de constituirse en frágiles víctimas del comportamiento de otros en cuanto a sus problemas de identidad nacional, personal o medioambiental y los que directamente han de apelar a la xenofobia ante una competencia laboral más decidida y mejor dispuesta. Les pedimos que se esfuercen, además, sin posible acceso a una vivienda propia, sin seguridades económicas ni laborales y en un marco de profunda incertidumbre que les condiciona a la hora de decidir tener hijos.

Hemos creado una inmensa dependencia de lo público que impide el más mínimo destello del espíritu emprendedor y que ha deshecho por completo la noción de responsabilidad individual, haciéndonos creer que merecemos todos los derechos sin más esfuerzo que el reclamarlos, ni más deberes que los que nos imponga nuestra propia predilección. Inventamos en Europa, incesantemente, nuevos servicios sociales que parecen servir más para proporcionarnos bonitos trabajos dignos de nuestra altura moral que para resolver ninguno de los problemas que detectamos con tanta perspicacia como impotencia usamos para atajarlos.

El estado del bienestar se tambalea, víctima de su propio éxito y su voracidad expansiva, se financia mediante la sobreimposición y la deuda y muestra una alarmante propensión a convertirse en un estado del descontento. Sus gestores, los propios gobiernos, se radicalizan y se convierten en movimientos anti sistema que sólo aspiran a contar con la mitad más uno de la población para lanzarla contra la otra mitad.

La reflexión sobre un nuevo modelo y sobre el consenso necesario para alcanzarlo se imponen de forma urgente, y por ahora todo lo que parecemos saber es dónde no encontrar ni uno ni otro.