Pasó sus últimos meses sentado ante una longeva mesa, contigua a su biblioteca, poblada por centenares de libros de amplio y muy variado espectro. Su constante deseo, su resolución tenaz, era el estudio, intentar acumular el máximo de conocimientos posibles, que procuraban su seguridad y la íntima satisfacción de poder compartirlos. Con todo, explicaba, nunca tanto placer había alcanzado como la vez que enseñó a leer a un niño con ciertas limitaciones, ninguneado por el sistema educativo de entonces que no contemplaba contextos anómalos.
Le enseñó a leer en su casa, fuera del horario lectivo, con la ayuda de la prensa deportiva, conocedor de la debilidad de su alumno por el deporte. Naturalmente, sin percibir un céntimo, y menos un reconocimiento, que nunca pretendió. Me acordé del viejo maestro después de leer uno de los últimos artículos de la académica Carmen Riera. Refería la escritora mallorquina que la llamó una amiga para preguntarle si conocía a alguien a quien pudieran interesar sus libros. Le dejaba su piso grande a su hija, a quien no le interesaba la biblioteca, y se trasladaba a un sencillo apartamento en el que le cabían poquísimos volúmenes de los miles almacenados en su biblioteca. El viejo educador intentó igualmente donar la suya a sendas instituciones públicas y la respuesta fue idéntica a la que recibió la amiga de Carmen, e-book volente, les sobraban libros y les faltaba espacio…