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Existen novelas que, durante décadas, fueron consideradas como «menores». Probablemente porque sus lectores no percibieron su profundidad y no supieron aplicarse las recomendaciones éticas que defendían. Una de ellas sería, sin duda, «El doctor Jekyll y el señor Hyde», un relato de Robert Louis Stevenson. La historia es sobradamente conocida: cada vez que el científico Jekyll ingiere una determinada poción se transforma en un monstruo, en Hyde. Brillante metáfora del mal que en todos anida y que conviene no liberar.    Cuando odiamos no hacemos otra cosa que lo descrito en la historia de Stevenson: dejar sueltas nuestras miserias. Quien más quien menos ha experimentado en alguna ocasión esa insana mutación. Incluso la ha padecido algún político relevante que, insatisfecho por un resultado electoral, ha dejado aflorar a la criatura, mudándose en un sheriff vengador que, entrando en el Congreso como si se tratara de un «salón» del lejano oeste, ha lanzado al personal ultimátums, erigiéndose, paralelamente, en el inminente expendedor infalible y único de certificados y purezas democráticas. «Palmeras» a lo Lola Flores no le han faltado. ¡Qué triste!       

Otro caso sería el de «El hombre invisible», de Wells. El texto plantea un inquietante interrogante: ¿dejamos de hacer el mal por razones éticas o por temor a ser pillados? ¿Qué haríamos si tuviéramos la certeza de que, al delinquir, resultaríamos «invisibles», intocables? Una pregunta, por cierto, también de indudable actualidad. Si no dejar salir al monstruo constituye una norma higiénica y salvadora, obrar el bien por ética sería, sin duda, un segundo gran paso…

Si las dos circunstancias no se dieran –dan– tal vez tendríamos que poder ver la imagen de nuestra alma, su «rostro». Quizás este nos desagradaría tanto como a ‘Dorian’ el suyo en la famosa novela de Wilde…

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Tres obras, sí, aparentemente menores pero que, en su conjunto, invitan a la reflexión. Controlemos nuestros sentimientos negativos,  potenciando los positivos: el perdón, la convivencia, la disidencia en paz, el uso moral del poder y un largo etcétera. ¡Guardar rencor cansa tanto! Y hagámoslo por convencimiento y no por intereses, miedos o presiones, escuchando atentamente la voz que nunca debe ser desoída: la de la conciencia… De hacerlo así podremos enfrentarnos al óleo de Gray, al espejo que refleja el corazón, en la convicción de que esa imagen será luminosa y en nada repugnante. En ‘roman paladino’: «que polit poder dormir tranquils». O en palabras de Lao Tzu, filósofo chino: «Ser amado profundamente por alguien te da fuerza, mientras que amar profundamente a alguien te da coraje». Pues eso…

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P.S.- Señor Ainsa: A tenor de sus declaraciones a «Es Diari» de 14 de junio, quisiera preguntarle: ¿cómo averiguarán si un ciudadano recicla adecuadamente sin hurgar en su basura, vulnerando así su derecho a la intimidad? ¿Están preparados para las posibles denuncias que, en este sentido, puedan arreciar? Los hombres, señor Ainsa, se equivocan, los sabios rectifican y los necios se empecinan en el error. Y usted está muy lejos de ser un necio…