Pensar por uno mismo no es ni fácil ni agradable. Tampoco se puede decir que resulte especialmente entretenido: hay que relacionar ideas, hay que informarse primero, uno puede equivocarse y, sobre todo, no obtener exactamente los mismos resultados que, de forma mucho más inmediata y cómoda, ya habían expresado nuestras tripas y corazón. ¡Vamos, que todo son inconvenientes!
Desde luego, está claro que respecto a la política, aquí, no lo hacemos. Ponemos en práctica aquello que exclamara Unamuno a principios del siglo pasado: «¡Qué inventen ellos!»; aunque hayamos perdido todo tipo de referentes sobre «El Sentido Trágico de la Vida» y, simplemente exageremos, a izquierda y derecha, lo que nos llega de fuera. Aquí, sentimos. Lo hacemos con vehemencia, y ya nos vale. No en vano somos el país del «Lejos de nosotros, Señor, la funesta manía de pensar».
Así que, para plantearnos el sentido de nuestro voto, defender o atacar posiciones políticas propias o adversas o, simplemente tener una buena bronca dominical, recurrimos a un extravagante conjunto de simpatías, fobias, sensaciones, emociones o tradiciones, a las que nos aproximamos dándoles forma de alegorías que vengan a representar nuestro sentimiento personal. Esto no es, aunque lo parezca, necesariamente impropio: en política, la verdad y la mentira no son cuestiones tan contundentes como en la vida social. En esto, todo va de puntos de vista. Los nuestros, los de nuestro bando, a los que reconocemos por intuición y por manifestar una gesticulación afín ante ciertos estímulos, tienen la razón en todo, en todos los casos. Solo su aprobación y su aceptación de nuestra pertenencia al grupo tienen importancia. Los otros, lamentablemente, se equivocan, de punta a cabo, y solo merecen el más atroz de nuestros desprecios. ¡Imagine lo pesadísimo que resultaría tener que analizar todos y cada uno de los asuntos que remueve cada día la política internacional, la europea, la nacional, la autonómica o la municipal! ¿Con qué criterio, que no sea el del grupo, podríamos enfrentarnos a tan titánica tarea?
El problema está en que los elaboradores de alegorías, mitos y fakes, hasta ahora, permanecían fuera del juego, «au-dessus de la mêlée», por encima de la contienda cotidiana. Se consagraban a darle al devenir político una forma digerible o a traducir un conjunto de ideas dispersas y líneas de acción en una sola alegoría que nos resultase conveniente y convincente. Ahora, no solo se las creen y participan de ellas. ¡Ahora pretenden incluso encarnarlas! ¡Protagonizarlas!
Todos hemos visto la gran alegoría del cambio de siglo en alguna de las infinitas películas sobre integración en el marco de un remoto instituto americano. Llega una jovencita concienciada cuyos padres la han tenido un tiempo combatiendo con ellos el cambio climático en algún tórrido desierto ecuatorial. Sintiéndose desplazada, se relaciona de forma inmediata con una pareja formada por un miembro lgtb y una radical antisocial. Juntos, enfrentan la malévola preponderancia de unas rubitas populares a las que solo preocupa gastar en trapos el infinito capital de unos padres, por otra parte, desatentos. Las vencen, tras una serie desconcertante e inclasificable de jugarretas, y nuestra protagonista se alza con el gran premio en el baile de graduación: el ingenuo y guapetón capitán del equipo de rugby local.
No hay que ser muy listo para interpretar esta alegoría, por lo demás ramplona. Es de las fáciles: como un esqueleto con guadaña representa la muerte o una mujer vendada que sostiene una balanza, la justicia. En esta que comentamos, la izquierda woke americana, en alianza y comandita con los marginales identitarios, se alza con el mando sobre el poderío americano jaleando su infinita sensibilidad sobre algunos desajustes sociales de no mucha mayor importancia ni trascendencia.
Nuestro gobierno en pleno, se ha adjudicado los diversos papeles estelares de esta ficción, ha relegado a su oposición al papel de las bobas de las antagonistas, y se ha apropiado del poder y del relato. Como siempre, y por no pensar, exageramos. Hemos decidido mezclar sus asuntos personales con la trama principal e incluir una escena de bronca con los del colegio privado de al lado que son todos ultraliberales. No hay de qué preocuparse, en estas nuevas alegorías, al final siempre son todos felices y engullen sustitutos veganos de perdices. ¿No estarán ustedes pensando en cambiar la historia y votar otra cosa en las elecciones europeas? ¿No?