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Los dos sistemas políticos en nombre de los cuales se batalló durante los decenios de la guerra fría, tenían, ambos, sus puntos fuertes y débiles. A pesar de la gélida fiereza del combate y los desastres que provocaba, no dejaba de haber grandeza, en cuanto a convicción, voluntad y espíritu, en los dos lados. Se trataba, a fin de cuentas, del establecimiento de un futuro mejor para una humanidad mejor. En un bando, se confiaba en el libre comercio, en la iniciativa individual y en el funcionamiento democrático de las instituciones, y se mostraban los resultados en la mejora de las condiciones de vida particulares. En el otro, se afirmaban las posibilidades trascendentales de la voluntad colectiva aplicada a la mejora común, y se conseguían titánicos resultados en cuanto al progreso de la humanidad.

De hecho, en una impresionante carrera espacial, ambos arañaron los cielos con sus «Apolos» y «Sputniks». Y no deja de ser la conclusión de aquella rivalidad, de aquella guerra que convertía en frentes los lugares y conceptos más inesperados, lo que nos ha conducido hasta donde estamos. Eso sí, Occidente se dejó por el camino su alegre confianza en la iniciativa de los individuos y se convirtió al credo burocrático, intervencionista y ordenancista. Por su parte, el bloque soviético perdió su benevolente creencia en la fraternidad universal y se lanzó con una voracidad inusitada a la aplicación privada y urgente de su capital y sus recursos.

Durante un tiempo, se pudo soñar con una posible combinación entre los dos sistemas que conservara lo mejor de los dos mundos; que, por un lado, salvaguardara las libertades individuales y el funcionamiento democrático de las instituciones y, por el otro, protegiera a los más débiles y redistribuyese la riqueza existente. En esto pareció, en algún momento, consistir el programa básico de la izquierda occidental. La misma que, en la actualidad, rebusca entre nuevos problemas tratando de encontrar una causa que pueda considerarse seria.

Puede decirse que, en realidad, la fusión se ha conseguido, pero también que ha fracasado. «Madona és morta». Se ha conservado mucho de ambos sistemas políticos, pero no puede decirse que sea precisamente lo mejor. Hemos creado un sistema de administraciones mastodónticas que, a cuenta de unos problemas fantasmagóricos e irresolubles, cuando no creados por su propia intervención legislativa, necesita crecer más y más. Lo hace, además, de la mano de un capitalismo de empresas afectadas por el mismo gigantismo voraz y agresivo, donde la banca, la energía o el transporte conviven perfectamente con este estado de la eliminación de la voluntad individual. Y, en manos de esas dos inmensas construcciones inmensurables e inabordables, hemos abandonado nuestros destinos los ciudadanos europeos.

De la poética confianza en la «mano invisible», reguladora de la oferta y la demanda que pregonara Adam Smith, o de la también lírica ensoñación de una fraternidad universal que dispusiese nuestros recursos en común, solo parecen quedar vestigios arrumbados en los programas más trasnochados de idealistas libertarios o soñadores comunistas.

Acaso, en una de estas dos vías, pudieran todavía encontrarse soluciones a problemas tan actuales como el de la escasez y el alto precio de las viviendas: dejando actuar al libre mercado o construyendo bloques soviéticos. Donde no se encontrarán, desde luego, es en la actual política de rebautizar y adjetivar las cosas: donde una vivienda ha de ser pública, asequible, igualitaria, ecológica, eficiente, digna, sostenible, autosuficiente, ignífuga… En fin, que seremos más y no tendremos casa. No pasábamos por eso en la Guerra Fría. ¡Alguna ventaja había de tener un mundo con ideas!