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Entre jipis y calamares, entre camellos y playas espejo, entre tablas de surf y pastores, entre bosques de argan y teteras vacías… Tengo un presentimiento cuando veo «La grande duna». Acabada la ruta desde Marrakesh, habiendo cruzando el alto Atlas y el Valle del Dades cuando se presenta el Erg Chebbi, (el desierto de Merzouga frontera con Argelia) ahí es donde consigo convencerme de que el sentimiento de pertenencia es demasiado limitado.

Pongo el modo de personalidad-viscolástica y me adapto rápido al entorno, botella de agua mineral, turbante en la cabeza a lomos de un dromedario y el guía de turno. En este caso Omar, es beréber y conoce el álgebra del Erg Chebbi a la perfección. Ignora su edad, le calculo algo más de veinte y tampoco ha ido a el colegio, pero habla darija, beréber, francés, inglés y si le aprietas alguna palabra en italiano y alemán.

Las palmeras en el desierto son objetos de supervivencia, ofrecen al nómada una sombra que representa la vida bajo el sol abrasador, también dátiles (la fruta del desierto) que son fuente de energía y comercio. La palmera    incluso puede convertirse en instrumento para amenizar el espíritu en la oscura noche que se yergue en la Erg, la montaña que se mueve, la duna. En Europa las palmeras son meros elementos de decoración.

Sin duda el desierto tiene su propia forma de medir el tiempo. Hacemos noche en un campamento de jaimas y tras los tajines de pollo al limón, nos sentamos a la vera del fuego a la intemperie. La poesía del beréber economiza los resentimientos acompañada del laúd, unos tambores y bailes sensuales.    Hay sonrisas invisibles que marcan la velada. Y silencios que nos desorientan hasta que alguien marca una ruta o un rumbo con alguna pregunta. Aisha me dice que ha estudiado filología, y Jamal estudió lo mismo e igual que Omar hablan más de cuatro idiomas fluidos. Omar habla    de un amigo que emigró a Baleares hace años en una patera. Yo le explico que la llamada Toyotarizacion en Merzuga levanta nubes de arena que viajan hasta Groenlandia, él me mira con escepticismo, pues eso suena demasiado lejos; se queda mirando las llamas que chisporrotean bajo la bóveda celeste. A veces necesita sentirse triste, es un lugar que conoce y donde se siente cómodo y por cómo está de ausente intuyo que le gustaría ser ese polvo que levantan los neumáticos de los 4x4, de los Toyotas y así poder llegar al otro lado del Mediterráneo con su amigo a Baleares. Aisha y Jamal sin embargo no parecen tan desesperados, pero no dejan de pensar en ello también.

NOSOTROS, los del otro lado de la costa mediterránea desde la era de la mecanización vivimos en un mundo de usar y tirar, un mundo demasiado procesado y estéril. El exceso al que estamos acostumbrados hace que nos sintamos abrumados cuando percibimos la austeridad que se sostiene en este trozo de mapa. Provocándonos sentimientos encontrados y la seguridad instintiva de la existencia de un gesto más natural, más auténtico. Omar cobra 100 dírhams al día, (10 € al cambio) y le veo tranquilo. Me he atrevido con mi perorata para advertirle de una vida de mierda, al otro lado del mar, donde le van a tratar mal, le van a pagar peor y además no va a tener los mínimos para una vida decente. Pero él ha escuchado que en Baleare su amigo cobra más de 50€ al día trabajando en el campo y ha hecho sus cálculos.

Con esa cantidad no podrás vivir bien allí Omar, aquí tienes una vida respetable, estás con tu familia, tus amigos y en tu pueblo, un buen trabajo, tienes todo lo que se necesita para vivir dignamente; reflexiono ya en la jaima justo antes de conciliar el sueño. Pues ya es tarde para intentar convencer a nadie de algo que ni yo mismo entiendo del todo.