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La cara de póquer se puede «poner» -voluntariamente, esforzándose en controlar los cincuenta y tantos músculos de la cara que participan en nuestra expresión-, se le puede a uno «quedar» -tras recibir una noticia inesperada- o se puede «tener» de nacimiento -acompañando un carácter poco expresivo-. No resulta fácil determinar cuál de las tres motivaciones es la que condiciona la impenetrable gestualidad de nuestra clase gobernante actual, pero resulta indudable que es, con mucho, el ademán preferido por nuestros gerifaltes para comentar esos extraños asuntos suyos en los noticiarios.

Aunque algunos sospechan de la participación de expertos en su difusión entre la clase política y la relacionan con ponencias como la de la escritora María Konnikova «Póquer, estafadores profesionales, confianza y toma de decisiones», resulta también bastante plausible que este determinado gesto se les haya quedado, ad aeternum, a muchos de los participantes en las innumerables, cuando no innombrables, mesas de negociación donde, por lo visto, reside la soberanía de este país. Mesas, por cierto, que uno tiende a imaginar equivocadamente con todo el atrezzo de las partidas clásicas del cine: camisas arremangadas, tirantes, botellas y ceniceros repletos. Lo que, con los tiempos que corren, es un absurdo; tanto el tabaco como los malos pensamientos o la confianza están de capa caída.

Hay también quien sugiere que esta cara de póquer se les ha quedado de tanto forzarla al cruzar líneas rojas previamente trazadas por ellos mismos y tanto «donde dije digo, digo Diego». Al parecer resulta el gesto más convincente con el que el transgresor de sus propios límites puede saltar sobre sus propias palabras de la víspera.

Sea como sea -practicada en el espejo, conseguida en las mesas del juego político o recién estrenada ante una sentencia del supremo- esta misma cara de póquer con la que unos acompañan la noticia del final de nuestros problemas y otros el anuncio de una nueva andanada de follones, trata una cuestión vital para nuestra convivencia: la confianza. No puede resolverse nada serio ni trascendente en el ámbito político o el social sin un mínimo de credibilidad y certidumbre. La «cara de póquer», la sugerencia de disponer de «un as bajo la manga» o este continuo «cantar las cuarenta» al contrario no pueden constituir el espacio común desde el que resolver nuestros problemas.

Más allá de las propuestas folclóricas sobre la organización laboral, la convivencia privada, la erradicación de hábitos nocivos, la atención a las percepciones últimas del localismo o lo sorprendente de que el tiempo ande revuelto en primavera, encontramos que existe un amplio mundo. La soberanía de dos provincias remotas, hasta la fecha conocidas solo por los escasos lectores de Gogol, o la frágil convivencia en Oriente Medio, pueden arrastrarnos al desastre. Hacia él tendremos que encaminar nuestros pasos. Como los saltadores de líneas rojas, podremos elegir hacerlo: «a cara de perro», con «cara de póquer» o con la «cara de cemento armado» que terminará por convertirse en nuestro rictus facial habitual.