Su casa es su templo y también su despacho, presidido por una imagen episcopal de tamaño importante, con su casulla y su mitra, que imponen reverencia, que le confiere al ambiente un aire místico. El visitante se siente cómodo y bien acogido en esa zona de confort y no sabe, por lo mucho que observa, por donde mirar y asimismo se encuentra algo desorientado. No como Mascaró, que de ningún modo se pierde, pues se trata de su camino que descubre su luz y misterio en sus admirables lienzos colgados de las paredes de los que refiere sensibles anécdotas, que darían para un libro, que principian por sus manos, su don o gracia innata, y en las manos de las personas eternizadas, su legado.
Carlos habla despacio, con suavidad, y como un diplomático del Renacimiento mide amable sus palabras, y declara que, además de su ingénita vocación por los pinceles, siente devoción por los libros, que más que leer devora, que junto con sus cuadros invaden ordenadamente su morada. Y naturalmente también escribe, consecuencia del mucho leer, mimando el lenguaje y, aunque no se prodiga, prepara con la paciencia de un cartujo amanuense, con bella caligrafía, las conferencias y clases que le solicitan. Comunica con nitidez, porque le gusta lo que hace y domina el temario, el maestro...
Su otra gran pasión, explica, es viajar para aprender. Y habla del sadhu, que conoció y retrató en un viaje a la India, que puede verse según se sale de su casa, en la pared que queda a mano derecha, vestido de amarillo, como su entorno, que parece conferirle complacencia. Ese asceta, fielmente pintado por Mascaró, siga tal vez el camino tántrico o deseo de lograr la realización espiritual, con la penitencia y sin duda la austeridad, con alforja liviana, pues todo su patrimonio se recoge en la mochila que yace a sus pies. Y ese santón compartió con él su saber en la metáfora del prodigado cigarrillo, que es como la vida, que no debe malgastarse, enseñó, y sí vivirla con sosiego, deleitándose en cada aspiración, como con el roído pitillo, que debería fumarse sin ansia y atesorarlo y saborearlo, como la vida misma... Por su ceño fruncido parece escrutar el alma del visitante, mientras su mano derecha te saluda cuando entras y te despide cuando te vas. Su mano abierta insinúa calma, con bienestar y sueños compartiendo deseos; y paz en el adiós. Las manos de Carlos: su don o gracia innata...