Merece la pena recordar, en los principios de año, aquello de Claraval sobre que el infierno está empedrado con buenas intenciones. No solo en el ámbito particular; la cuestión del pavimentado es, lógicamente, un asunto público, y lo es, especialmente, en el caso de un adoquinado infernal que parece concernirnos a todos y cada uno.
Si la política va a acabar resultando necesaria para las nuevas cuestiones que parecen imponérsele, tendremos que reformular por completo sus usos y costumbres. Si la vamos a necesitar para la interpretación de la historia de nuestros propios antepasados, la orientación adecuada de nuestra capacidad de afecto, la determinación de la correcta canalización de nuestros odios y fobias, la elaboración del propio credo de cada cual, el establecimiento de la valoración individual sobre el bien y el mal, la cancelación de todo aquello que resulte inadecuado para las distintas modas morales o la adivinación del futuro por medio del establecimiento legal de cómo deberá ir todo dentro de cincuenta años, nos vamos a ver obligados a deslindar muy cuidadosamente sus límites con otras actividades hasta ahora igualmente respetables, tales como la religión, la metafísica, la ciencia o el arte, entre otras materias.
Tendremos, inevitablemente, que cuestionarnos si las decisiones sobre estos temas continúan en manos de cada cual, de su propia conciencia y su libre albedrío, o por el contrario deben ser estipuladas convenientemente por los gobiernos de turno e impuestas por medio de la educación y la propaganda. Deberemos decidir si formamos individuos libres y conocedores de las posibles alternativas o si enseñamos un modelo único que sirva a los propósitos de nuestros nuevos diseñadores de futuros. Tendremos que decidir si queremos una política al servicio de una sociedad que avanza y progresa por sus propios medios o si queremos una sociedad al servicio de un plan político que determine en qué consisten exactamente el avance y el progreso.
No nos servirá, lamentablemente, tratar de eludir la cuestión. No podemos volver atrás y devolver la política a sus límites anteriores de establecedora del marco legal de las reglas de juego y garante de su cumplimiento. La política actual determina y condiciona nuestros actos, conciencias, propiedades y proyectos vitales, en cualquier ámbito, de forma irremediable. Desde luego, esta nueva política omnipresente, deberá, sobre todo, cuestionar sus propios métodos. No solo en cuanto a que resulte inútil esta formulación en la que la actualidad política sustituye también a la prensa del corazón con sus desencuentros, insultos, filias y fobias; la decisión prioritaria afecta a si la democracia -ese concepto invocado por todos y para todo- sirve a los propósitos de una sociedad dirigida y encaminada por el poder político.
La democracia es la forma de gobierno de quienes, sabiéndose ya libres e iguales, entienden que necesitan resolver en común sus asuntos públicos. Y no existen democracia ni libertad sin acatamiento de las decisiones tomadas ni respeto a las minorías. Este principio de contención, obligatorio para todo verdadero demócrata, se ve seriamente puesto en duda cuando los estados democráticos deciden alimentarse del peligroso fruto del árbol del bien y el mal.
Todos deberíamos recordar que el fariseísmo es una tentación constante de quien se considera mejor que los demás solo porque cree que su manera de pensar es la única posible. Y se convierte en dañino cuando, como en su formulación actual, trata de imponer, desde detrás de sus propios visillos, una moral determinada basada en una auto calificación como víctima del pensamiento de los otros. Como es sabido, esto nunca ha hecho a nadie mejor persona de lo que fuera anteriormente.
Esperemos que los buenos propósitos que cada cual se hace con el cambio de año se ciñan a su propia mejora individual, bajo el principio de que una sociedad mejora si mejoran sus componentes uno a uno; que este año no decidamos, entre todos, asfaltar el acceso al abismo.