A finales del siglo II (d.J.C.), el Imperio romano sufrió una crisis económica, cuya causa determinante fue el término de las guerras de conquista, a su vez fuente de esclavos, principal mano de obra, lo cual provocó la necesidad de acudir al aterrador mercado de esclavos para abastecer las fincas de personal laboral y cuya escasez resultante provocaría el aumento de precio de dicha mano de obra no libre, ocasionando una inflación de costes en la producción de alimentos, causa de una carestía creciente de los bienes agrícolas en los mercados urbanos. Recíprocamente, los productores de manufacturas y de servicios en las ciudades, ante la carestía alimentaria, se vieron obligados, asimismo, a subir los precios de sus productos, públicos y privados, para los consumidores provenientes del ámbito rural. Esta ruptura del equilibrio económico campo-ciudad, aminoró también los flujos monetarios en el comercio exterior, salvaguardándose las relaciones mercantiles con el mundo oriental. La recaudación fiscal, basada en impuestos indirectos sobre el consumo, y derechos de aduanas, acusaría fuerte descenso, factor de déficit presupuestario del Estado.
La subsistencia en las urbes se hizo cada vez más difícil para muchos habitantes de las ciudades, que fueron huyendo al campo, como arrendatarios de fincas o acogiéndose a contratos de dependencia personal con grandes propietarios, que comenzarían a atribuirse derechos de estado sobre sus dependientes. El «oikos» se trasladaría de la ciudad al agro.
A mediados del siglo III, el dinero se había depreciado el 71 % y el precio del cereal aumentó 20 veces entre los años 255 y 294. El aumento de los precios contribuyó a la anarquía política, lo cual favorecería las inmigraciones de pueblos bárbaros en los confines del Imperio. En el siglo IV, los gobernantes adoptaron medidas intervencionistas para hacer frente a la depresión económica.
Diocleciano hizo una reforma monetaria, estableciendo la aleación y peso de las monedas; y mediante el edicto «Maximum» (301) fijó precios a los productos básicos, alimentos y de consumo más usual; y se repararon caminos y carreteras. El emperador Constantino (306-337) fijó los precios de los fletes; los colegios profesionales quedaron sometidos a la administración del Estado; se prohibió comprar fuera de la propia ciudad y el comercio exterior quedó igualmente intervenido. Constantino puso fin a la persecución de los cristianos (edicto de Milán, 313) y fundó Constantinopla (324), que se convirtió en el principal centro de comunicaciones y de comercio del Imperio, que en Oriente recuperó prosperidad, y en Occidente quedó muy debilitado.
Constantino rebautizó el «aureus» con el nombre «solidus aureus», que contenía 4,55 gramos de oro, siendo inalterable prácticamente hasta el siglo XI; en cambio, el «denarius» de plata experimentó depreciaciones de contenido metálico. Se establecieron impuestos directos Se impuso la adscripción forzosa y hereditaria de los individuos a la actividad que ejercían sus padres, quedando vinculadas las gentes a sus profesiones e integradas estas a cuerpos cerrados, garantía de las prestaciones e impuestos que los súbditos debían satisfacer al Estado; así, los artesanos y comerciantes, fueron adscritos a sus respectivos «collegia», los curiales a sus curias, los soldados a su profesión militar y los labriegos al predio que cultivaban y que no podían abandonar, dando origen a la institución del colonato. La condición social del colono era semejante a la de los siervos: eran esclavos no de un dueño, sino de la tierra. Aquellos ganarían derecho a «peculio» y a pareja en «contubernio».
El emperador Teodosio, en el año 395, repartió el Imperio entre sus hijos; a Arcadio le otorgó el Imperio de oriente y a Honorio el de occidente. En 476 el Imperio romano occidental se extinguió, tomado por diversos pueblos germanos. El Imperio de oriente, y concretamente, su capital Constantinopla (Bizancio), con un millón de habitantes, sería el principal centro de actividad económica, a donde acudirían pueblos mediterráneos y nórdicos, para comerciar con mercaderes orientales.
Los romanos impulsaron las actividades económicas en Menorca, como sabemos, construyendo caminos y calzadas en la Isla; realizaron innovaciones en el sector agrario, fundaron fábricas de aceite y de paños, así como manufacturas de cordajes y velas; introdujeron la economía monetaria en la Isla, activando mercados con efectos anticíclicos. Lo cual queda corroborado por descubrimientos de monedas de plata y algunas de oro del Bajo Imperio. No existen vestigios económicos de la corta presencia de los vándalos en Menorca, conquistada por Genserico (427) y recuperada por Bizancio (534), a cuyo poder quedaría sujeta, hasta finales del siglo VIII. Hay indicios de que las Baleares gozaron de relativa independencia hasta finales del siglo IX.
A comienzos del siglo VIII, la costa africana y la península ibérica fueron ocupadas por los árabes, quienes no consiguieron conquistar Constantinopla; pero se rompió el tráfico Oriente-Occidente, originando profunda crisis multisecular en gran parte de Occidente, cuya larga recuperación se iniciaría precisamente en la capital bizantina, donde ya en el siglo X acudirían mercaderes venecianos por vía marítima, acogidos al privilegio de poseer allí un «funduq» (en árabe clásico: albergue público de mercaderes y almacén de mercancías), para comerciar con los mercaderes orientales; análogamente los escandinavos acudirían por la vía fluvial de las estepas rusas. En el siglo X se inició un nuevo ciclo político y económico en Menorca, con el dominio árabe en la Isla.