Cuando Hamás cometió los salvajes atentados del 7 de octubre sabía que la respuesta que iba a dar Israel sería brutal, desproporcionada y sin ningún miramiento por las vidas de la población civil inocente. Jugó a la estrategia del «cuanto peor, mejor» y por eso en alguna ocasión hemos visto a mujeres de Gaza que enterraban a sus hijos maldiciendo a la organización terrorista palestina.
En el conflicto entre Israel y Palestina se dan un sinfín de elementos que hacen casi imposible su resolución. El fanatismo religioso, por ejemplo, patente en los partidos ultraortodoxos que apoyan a Netanyahu y sobre todo en una Gaza controlada por los yihadistas del Movimiento de Resistencia Islámica, es decir Hamás.
Hay un conflicto territorial como demuestran los colonos israelíes que van recortando las tierras a la Cisjordania palestina.
Aunque israelíes y palestinos son de procedencia semita, ambos se ven como etnias separadas y existe por tanto una componente de racismo en su secular disputa. Puede haber además una parte de aporofobia por parte israelí pues es una sociedad mucho más rica que la palestina.
El odio y la venganza entran también en este diabólico cóctel cuyos venenosos efectos quedan potenciados por la división internacional con un Occidente más proclive a la democracia israelí, mientras que el resto de países no esconden sus preferencias por la parte más débil.
Que una dictadura teocrática como Irán apoye a las milicias que combaten a Israel desde Líbano no contribuye en nada a la búsqueda de una paz a la que aspira la mayor parte de la población palestina e israelí y, por supuesto, el resto del Mundo.