Jerry Spinello
Si le preguntara cuál es el arma de destrucción masiva por excelencia, probablemente usted se referiría a la «bomba atómica». Y, sin embargo, existe otra mucho más letal y antigua. La peor. La que nació con el mismo hombre. Antes de asestar el golpe final, esa arma convierte en ciego al agresor, anulando previamente su razón. No posee morfología alguna. Es gratuita. Es indetectable. Resulta indestructible. La habéis utilizado. Usted y tú mismo y el vecino del quinto. Ha destrozado naciones, ha separado familias, ha sajado ojos, ha provocado heridas que jamás cicatrizarán. Su sadismo es innegable, pues no se contenta con la muerte, sino que se complace en extraer previamente de las víctimas su esperanza e incluso el aire que necesitan para respirar. No entiende de edades, ni de sexos, ni de ideologías, ni de lenguas... No respeta ni a niños ni a ancianos. Se muestra precoz y terriblemente astuta en la vejez. Quien lea esto habrá sufrido, en incontables ocasiones, la purulenta caricia de su mano engarrotada. Se la habéis regalado, incluso, a vuestros hijos con un añadido y una recomendación. A saber: ¡Usadla y obsequiádsela igualmente a vuestros hijos! ¡Transmitid, de generación en generación, su manual de instrucciones! No tiene precio. Anula por completo al que se agencia con una, convirtiéndole en un muñeco roto sin sangre ni conciencia. Y, a pesar de todo, ese alguien la acepta, conserva, cuida y emplea para, finalmente, dejarla por herencia a quienes dice amar…
Te refieres al odio…
Lo de Israel y Palestina no es sino uno de tantos óleos trazados por ese sentimiento invasivo que ‘okupa' el alma, sin posibilidad alguna de desalojo. Amarga. En palabras de Eric Jerome Dickey: «El odio no es saludable, porque daña más al que odia que al odiado». Israel, Palestina, sí, con casi cien años sin entendimiento a tenor de esa arma, la que imposibilita que se pueda, más que sobrevivir, convivir, compartiendo una misma tierra y comprendiendo que, a la postre, toda religión que no se fundamente en el amor no es tal. Y que, de guerras, haylas, pero no santas…
En este sentido son contundentes las palabras que María pronuncia en la escena final de «West Side Story», tras el asesinato de Tony, su novio, a manos de «Chino». Reproduces literalmente la parte del guion perteneciente a esa escena: «[María coge la pistola que Chino tiene en sus manos] ¿Cómo se dispara, Chino? ¿Basta con apretar el gatillo? [Apunta a Chino] ¿Cuántas balas quedan, Chino? ¿Suficientes para vosotros? [Apunta a los Sharks] ¿Y para vosotros? [A los Jets] Todos vosotros lo habéis matado. Y a mi hermano y a mí, no con pistolas o balas, con odio. Ahora yo también puedo matar porque he aprendido a odiar».
¿Israel? ¿Palestina? ¿Vietnam? ¿Corea? ¿Malvinas? La lista sería interminable y, en términos históricos, inabarcable… ¿Verona? ¿Mantua? ¿El West Side neoyorquino? Y el este y el norte y el sur... Y el ayer y el hoy y el mañana...
¿Combatirla? ¡Difícil! Porque se activa en las pequeñas cosas, en los diminutos rencores diarios, en las iteradas incapacidades para el perdón y, sustentándose en eso, medra y crece y acaba por, mórbida obesa, arrasar poblaciones y masacrar a millones de seres que, al igual que María, tan solo aspiran a vivir en paz en un lugar fácilmente compartible… Tal vez la única vacuna con posibilidades esté en la capacidad individual de extraer ese tumor que anida en cada corazón, pero, aún más, en la perentoria necesidad de no transmitir odio, construyendo cortafuegos éticos que únicamente permitan educar en el amor. A no ser que deseéis convertir a vuestros hijos en unos auténticos desgraciados, ya que, en palabras de Archibald MacLeish, «Un hombre que vive, no por lo que ama, sino por lo que odia es un hombre enfermo». Tal vez los superhéroes que deban liberaros de esa arma mortífera tan solo sean personas como ustedes, principalmente padres y abuelos y educadores... Pero, por favor, ¡ya!