El comercio de los votos es una práctica ancestral, quizás desde los tiempos de quien los historiadores sitúan como el descubridor de la democracia, Clístenes, en la Atenas Clásica. Cualquier compensación por insignificante que sea ha valido para arrancar un sufragio más comprando voluntades que erosionan la soberanía popular, expresión fundamental de este sistema político.
Desde un simple bolígrafo o un cigarrillo habano hasta un compromiso para recalificar unos terrenitos aquí y allá o cualquier otra prebenda en caso de gobernar, han sido ofertadas a los electores para ganarse sus votos. La práctica no tiene fin y se extiende como variante, aunque esta resulte legítima, durante el propio mandato. Que se lo pregunten a los independentistas catalanes, los nacionalistas vascos o los espabilados diputados canarios que saben vender sus voluntades a los gobiernos más débiles. Estos las compran porque las necesitan, como se ha visto en España en estos últimos 40 años.
La evolución de esa actividad ni ética ni estética ha ido paralela a la ambición por alcanzar el poder, en tanto que supone fuerza y relevancia pública, y se traduce en pingües beneficios económicos a partir de una ocupación garantizada, vía directa, o mediante la creación de los sonrojantes chiringuitos, tan comunes en nuestro país.
En los pueblos, los partidos se movilizan hasta extremos insospechados para que sus conciudadanos vayan a votar y les voten a ellos, claro está, poniendo todo tipo de facilidades para que lo hagan. Nada que objetar a la caza del sufragio con recursos propios y legales en el juego democrático.
El colmo de esta corrupción, no obstante, aparece en el pago descarado, frontal, por un voto, como se ha descubierto estos días en Melilla y Mojácar. Aprovechando las urgencias de inmigrantes latinoamericanos o de países del este, algunos políticos de baja calaña han llegado a ofrecer y pagar 100 o 200 euros a cambio del sufragio para ganar las elecciones en su territorio. Una doble vergüenza por vulnerar el sistema y hacerlo a costa de los más débiles.