Mientras nacen menos niños y niñas, los mayores con muchos años a sus espaldas aumentan. Lo realmente más que llamativo preocupante no es que nuestros mayores vivan más, sino como viven realmente. La muerte es un hecho irreversible, lo sabemos y nada podemos hacer por evitarla. Sin embargo es llamativo y triste esa laguna existente en que uno empieza a darse cuenta que va siendo un estorbo para sus más alegados o que sean estos quienes lleguen a esa conclusión.
Nuestra sociedad está montada para traer niños, para cuidar de su educación, para medicarlos y mantenerlos sanos, todo ello encaminado a proyectarlos hacia ese futuro mundo de adultos pero muy poco preparado para despedirlos. Porque son pocas las posibilidades que una gran mayoría tiene de poder ingresar en algún geriátrico o una residencia de ancianos cuando sus familiares no pueden atenderles. Si usted amigo lector ya ha sobrepasado las 60, pronto estará haciendo cola para adquirir ese billete hacia la incertidumbre. Lo peor, si es que existe algo peor, es darse de bruces con el letrero de «lleno» hasta dentro de cinco años o los que sean. Se está construyendo alguno en nuestra isla, esqueletos de cemento con trazas de lentitud incapaces de aportar esperanzas a quienes los precisan. Que lento parece encajar el hormigón armado cuando las prisas aprietan y que rápidas se mueven las manecillas de nuestros relojes y como caen velozmente las hojas de los calendarios para quienes eso de esperar es un lujo casi inalcanzable.