Es la cruz pesada y permanente que sostenemos los menorquines en nuestro tránsito hacia la consecución de esa utópica normalidad que nos permita desplazarnos con los mismos recursos que lo hacen los ciudadanos de Mallorca, Canarias o la Península.
No transcurre más de un semestre en el que no aparezca cualquier otro palo que obstruye la rueda de nuestra indispensable movilidad, limitada al transporte aéreo, preferentemente, y al marítimo para salir y entrar de la Isla.
Cuando no se trata del incremento del precio de los billetes a partir de esos incomprensibles algoritmos a los que se acogen las compañías para justificarlos y rentabilizar todavía más el descuento de residente, aparece la falta de plazas y frecuencias en rutas de primera necesidad para quienes residimos en este territorio.
¿Y qué decir de cuando llegan las fechas más señaladas, la Navidad por ejemplo, y por arte de birlibirloque las tarifas en la conexión con Barcelona o la capital se agigantan? Se asume entonces con resignación el consiguiente perjuicio para los que viven fuera de la Isla o los que pretenden viajar fuera. Es un calvario.
No basta con que la OSP para volar a Madrid, cuando llega el pleno otoño, sea una chapuza año tras año porque los dos únicos vuelos directos se saturan entre el empresariado insular y el turismo senior, sino que ahora esa deficiencia lamentable también se está manifestando en la conexión con Mallorca a primera hora de la mañana. La incidencia afecta al ocio, por supuesto, pero lo que es más grave, incide de lleno en los viajes por motivos médicos o profesionales a Palma. Era lo que nos faltaba.
Y así pasa el tiempo y la categoría de los menorquines se resiente, en comparación con la de otras provincias y comunidades, sin que se observe una solución definitiva porque ningún gobierno ha sido capaz de lograr algo tan lógico como imprescindible viviendo donde vivimos. Es así de triste pero es así de real.