Estamos tristemente habituados a dar carta de naturalidad a situaciones que no son normales y que aparecen sometidas a esa dudosa supremacía moral que creen tener quienes acaban haciendo de su ideología y gobierno una pauta totalitaria. Solo bajo el manto del progresismo que pretenden hacer exclusivamente suyo las formaciones que así se autoproclaman tiene cabida la libertad. Los regímenes autoritarios son otros, dicen.
Es muy democrático y forma parte del derecho a la libertad de expresión incendiar una fotografía del rey, quemar una bandera de España o bromear escatológicamente sobre la religión mayoritaria de este país. También es edificante y liberal recibir como héroes a los etarras tras cumplir sus condenas por asesinatos y humillar a guardias civiles y policías nacionales en ciertos lugares de Catalunya y el País Vasco de donde se les quiere echar a patadas. Lo es asimismo sabotear actos en las universidades que se convocan para defender postulados contrarios en torno, por ejemplo, al separatismo catalán o a las políticas educativas del gobierno.
Cualquiera de esas actuaciones no merecen reproche, pertenecen a conductas amparadas por esa ética tan excluyente que nos rodea por más que causen rechazo en otra parte de la sociedad cuyo malestar no cuenta.
Sin embargo, celebrar el 12 de octubre como Día de la Hispanidad y la fiesta nacional, provoca indignación en algunos sectores porque el descubrimiento de América fue un genocidio muy distinto, por lo visto, a los procedimientos que emplearon otros pueblos a lo largo de la historia de la humanidad. Que se lo cuenten a los ingleses, por ejemplo, que colonizaban con claveles y sonrisas como bien sabemos.
Sentirse español, proclamarlo especialmente en esa fecha que se conmemora cada año en la segunda semana de este mes, algo tan libre y sencillo como este reconocimiento, provoca insultos y rechazo hasta asemejar una conducta delictiva. Ser español, para algunos, ha dejado de ser democrático.