Te encuentras con una amiga. Profesora, está en los lindes de su jubilación. La teme. Porque sabe que, en esa tesitura, los amigos se deshacen como azucarillos. Os echáis unas risas. Y habláis, incluso, de lo que no hubierais deseado jamás hablar, por inexistente, de lo divino y de lo humano... Pero la intrahistoria es la que hay, la que se va escribiendo, sin guión, a golpe de consecuencias… Inevitablemente recaláis en lo vuestro (en lo que sigue siendo suyo y seguirá siendo tuyo): en vuestra profesión. Ella, bonhomía hecha carne, te comenta una última experiencia como tutora. Una alumna le ha manifestado su deseo de no seguir estudiando y acabar dando un «braguetazo». «No bromeaba» -apostilla-.
Y entonces la mañana deja de ser tan vívida y se te antoja como más obscena, al constatar, una vez más, el fracaso, por lo menos aparente, de tanto nuevo quijote y la imagen de molinos no demolidos por la lanza de la utopía. Te refieres a educadores y a algunos padres que han de combatir contra poderosísimos medios de comunicación (y sus contenidos), contra las redes sociales, contra las barbaridades agazapadas en internet y un largo etcétera. Lo suyo viene a ser –piensas- como intentar derribar un caza con un tirachinas…
Usas hoy el tuyo, tu tirachinas… Ha envejecido y tiene casi cuarenta años de docencia, pero sigue siendo capaz de rogarle a esa chica desconocida que aspire a muchísimo más; que durante siglos la mujer no tuvo opción a la educación y a la cultura; que durante décadas al niño se le daba un rifle de juguete (era, a la postre, el guerrero y futuro fascista) y a la niña una cocinita (símbolo de su oficialmente aceptado servilismo con respecto al varón); que durante lustros la meta, impuesta, de ellas fue la de tener la comida servida y su única preocupación la de si habría perdido o no ese vale de descuento; que preparación y empleo propios confieren independencia económica, esa a la que temen tanto esos cabrones maltratadores que aún pululan por una sociedad enferma; que ha de formarse; que existen poemas más allá de machistas canciones de reguetón o latino; que el horizonte, sí, ha de ser otro… Y mejor. Que amanece. ¡Ojalá la muchacha haga caso a su tutora, esa, sí, que, al contarte lo dicho, demuestra que no «ficha» en un instituto, sino que lo suyo es permanente! Y que esa adolescente sume -no reste- enteros a la imperante y vital lucha por la igualdad de género…
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P.S.- Te agradaría que Irene Montero leyera el artículo que, bajo el título de «Aborto y progresismo», publicó en 1990 Miguel Delibes. En el texto, con una argumentación demoledora, y desde esa dulzura que siempre caracterizó al vallisoletano, su autor aboga por un respeto integral a la vida, independientemente del estadio en la que se encuentre, mostrando su sorpresa ante la postura que, en este asunto, adoptó y sigue adoptando el progresismo, al considerar que esta es totalmente incoherente con la esencia, tan atractiva, de la izquierda. Algunos fragmentos son, en este sentido, paradigmáticos: «El progresismo se sostenía en un trípode muy simple: apoyo al débil, pacifismo y no violencia. Años después se añadió a este credo otro punto: defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos, por los débiles (…) El ideario progresista estaba definido y resultaba atractivo seguirlo. La vida era lo primero, lo procedente era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Mas, de pronto, surgió en el mundo el problema del aborto (…) el progresismo vaciló (…) No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y políticamente resultaba irrelevante. Entonces empezó a cederse en unos ‘principios' que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia». Puede que un embrión -ese que fuimos todos- sea mujer y puede que, «si le dejan», llegue, incluso, a ser ministra de igualdad…