Por la fecha en que dice el calendario que estamos, los rigores del duro invierno mesetario van quedando atrás. Almendros, melocotoneros y otros frutales, son la avanzadilla floral de una botánica que tiene prisa en anunciarse a pesar de que no pocas veces, sobreviene una helada que nos dejará helada la esperanza de una buena añada.
Tengo amigos cazadores que por estas fechas me hacen llegar algunas piezas de caza que han ido almacenando en su congelador. El otro día me abrumó el detalle de obsequiarme mi buen amigo Pablo, con 12 perdices y 6 faisanes. Ya le guisé y le hice llegar un par de perdices con un toque de salsa española trufadas y, un sí es no es de tomillo de Menorca. La salsa iba enriquecida con el tuétano de un hueso de caña de ternera, que una vez que ha cocido con las perdices, se saca del hueso y se deslía con la salsa hasta formar un todo homogéneo. Esta receta es sabrosísima.
Ya que he iniciado este artículo en el campo de la gastronomía, no quiero dejar sin contarles lo que me pasó en la temporada de esclata-sangs. No sé si a ustedes les sorprenderá, pero a mí me sorprendió tanto que estas son las horas que aún no se me alcanza a comprender el consejo que da el autor del libro. Resulta que compré un libro de recetas micológicas, y lo primero que hice al llegar a casa, fue meterme en mi despacho y hojearlo. Me paré en el capítulo de los níscalos. Dice el autor: «antes de proceder a elaborar las recetas, una vez limpios, se deben escaldar en agua hirviendo con sal y vinagre». Jamás se me ha pasado semejante cosa por la cabeza, ignoro el motivo del porqué hay que escaldar los esclatasangs. A mí, a la presente me ha ido estupendamente cocinarlos como lo hacen en Menorca. El autor no explica a santo de qué hay que escaldar con agua hirviendo con sal y vinagre a los rovellons. Lo transcribo como curiosidad.
Hoy me ha llegado una pieza de caza que también tiene sus detractores y sus defensores a ultranza, entre los que yo me encuentro, se trata de la liebre. Ésta, está cazada a diente por una collera de galgos de un galguero que caza con su hija, que es quien me ha traído la liebre a casa, supongo que por corresponder al libro que me pidió para mandarlo a Argentina, porque un familiar salía en un capítulo de un libro que escribí. En casa la liebre sólo la como yo, a mí me toca despellejarla, eviscerarla y recoger su oscura sangre, motivo de porqué en los mercados el conejo estará eviscerado y abierto y la liebre estará sin limpiar y por supuesto sin abrir. Alguna vez he escabechado alguna si es una liebre joven, normalmente la suelo preparar con judías pintas o con arroz. En la judía podría pensarse que el color se debe a ella, pero no es así en el arroz que también saldrá de color oscurito, se debe al color de la carne de liebre, pero sobre todo a su sangre. Tanto con judías como con arroz, les garantizo que son platos magníficos.
No quiero dejar sin contarles porqué ni mi hija Arantxa ni María no comen liebre, más justo sería decir que ni la prueban como pasa en algunos países. Hoy se sabe que la liebre si encuentra en el campo algún cadáver, comerá de él. Parece que durante el trágico discurrir de la guerra civil o en sus aledaños, se encontró algún cadáver del que estaba comiendo alguna liebre, pero eso pasa incluso más acentuado con cerdos que están en montanera o con jabalines. No quisiera tocar temas profundamente escabrosos, pero no sería la primera vez que una piara de cerdos han hecho desaparecer a un cuerpo humano.
Fuera como fuese, en mi casa a la pobre liebre se la tiene en la gastronomía completamente marginada; así en mi casa y en mi caso, a la liebre la eviscero yo, la desuello yo, la guiso yo y me la como yo, y les garantizo que está exquisita.
Si algún día tienen la oportunidad de comerse unas judías o un arroz con liebre, no se lo piensen a nada que les guste la buena mesa. Ya les digo que lo disfrutarán.