La abundancia de acontecimientos nos anula la memoria, si no, no se explica.
Llevamos dos años intensos de pandemia, de no dejarnos vivir, dos años machacones por culpa de un virus, que maldita sea la hora en que lo hemos conocido y que nos ha hecho mucho daño, pero apenas vislumbramos que la situación se relaja un poquito, volvemos a la situación anterior, como si el virus ya no existiera: campos de futbol rebosantes, terracitas cerveceras a tope, aglomeraciones de viernes y sábado noche. Tenemos frágil la memoria, enseguida volvemos a los tiempos en que el virus no existía.
El cambio climático del que tanto oímos hablar y que tan poco hacemos para remediarlo. Diríase que no nos entra en la cabeza la necesidad de cuidar el planeta, al fin y al cabo es donde vamos a intentar vivir el resto de nuestros días como género humano. De tarde en vez, los grandes de la tierra montan un evento viajando de la ceca a la meca para intentar concienciar al mundo sobre la fragilidad de la energía, la contaminación y el medio ambiente, los grandes de este mundo hablan sobre el asunto tres o cuatro días, no son capaces al final de ponerse de acuerdo, y acaban por volver al sitio de donde proceden, dejando tras de sí, el mismo desinterés, el mísero futuro que nos espera. Ahora con lo de la guerra de Ucrania y Rusia, han bastado quince días de confrontación bélica para que la gasolina se ponga a dos euros el litro, el gasoil por el mismo camino y el gas y la luz, ya andaban disparados incluso antes de la invasión de Ucrania, aunque con la maldita guerra, estos productos son los primeros en sufrir las consecuencias de la escasez y en consecuencia el alza de precios, la inflación.
Para que sirva como ejemplo, vamos a detenernos unos segundos en analizar a qué velocidad de lo que es hoy noticia y mañana ya no lo es. Hay cosas que empiezan siendo noticia por la mañana y al atardecer están ya desfasadas. No creo que sea mucho señalar si pongo el dedo en el mismo cono del volcán de La Palma, que durante semanas nos tuvo con el corazón en un puño, incluso el presidente del Gobierno, agobiado por un montón de conflictos, viajó al archipiélago varias veces para tener contacto in situ de aquella tragedia. Pues ya lo ven ustedes, ha sido dejar de vomitar lava y ya no encuentras un comentario en los medios, ni cómo marcha la recuperación de lo que el volcán se llevó por delante, es como si aquí no hubiera habido ninguna catástrofe de esa naturaleza.
La guerra de Ucrania es el drama que nos ocupa en estos instantes, la sinrazón de la barbarie que vemos en directo por televisión, mientras sentados a la mesa comemos con la familia, sin pudor de que nos caiga una bomba o un misil virtual en el plato de lentejas, con mayor suerte en la caldereta de cordero, que al fin y al cabo la gastronomía de la carne es el arte de camuflar cadáveres. Se nos ha endurecido ya tanto la capacidad de asombro, que a lo sumo se nos escapa alguna exclamación de espanto al ver grandes edificios convertidos en una denuncia en llamas, rodeado de cascotes y de algún cadáver, con coches destripados para que no se nos olvide que por allí está pasando la tecnología de la guerra en una siniestra competición para ver quién destruye más, más rápido y con más violencia.
Tenemos los españoles otros motivos también para estar preocupados, la escasez de agua donde los oráculos de las tragedias cotidianas, ya nos han avisado reiteradamente que tenemos las reservas hidrológicas bajo mínimos. El mundo agropecuario mira al cielo todos los días, esperando que las nubes no tarden en aparecer por el horizonte. Nuestros queridos payeses están ya pagando la falta de agua que les arruina el pastizal que es la materia prima para la salud de nuestra cabaña ganadera.
Vamos sobrepasados de acontecimientos muy duros, a veces se acumulan varias circunstancias incluso en el mismo día, para que la dificultad de mirar al futuro con optimismo se nos esté poniendo muy cuesta arriba. Ahora por culpa de la guerra y por la inflación energética, el caso es que nuestros transportistas avisan de que no pueden más y podrían iniciar algún capítulo de huelgas, eso acabaría de crear una situación de desabastecimiento, generando un pánico garantizado. Recuerdo que en los primeros meses de la pandemia desaparecieron los rollos de papel higiénico de las estanterías, como si el virus fuera a degenerar en una gigantesca diarrea de la de irse por la pata abajo; ahora está desapareciendo el aceite de girasol, porque esa materia la suministra básicamente Ucrania, por la desaforada inflación en los combustibles energéticos, algunas flotas están dejando amarrados nuestros barcos de pesca.