En 2020 hemos iniciado una nueva era. Marcos Urarte, en un excelente artículo publicado el viernes en este diario, la califica como la era del desorden. No sabemos hasta cuándo durará, pero no se intuye breve.
Se inaugura con una extrema fragilidad de cosas muy importantes: las libertades individuales, la salud pública, la economía, especialmente la de una clase media a la baja, y la democracia. El desorden hace que todo sea más frágil.
El asalto al Capitolio en Estados Unidos es un ejemplo muy evidente de la etapa que vivimos. Podría ser solo parte de un show, uno de esos reality repelentes, si no fuera porque su principal protagonista es presidente, y sobre todo, si no le hubieran votado 70 millones de norteamericanos el pasado 3 de noviembre. Algunas conclusiones de este vergonzoso espectáculo (con cuatro muertos) son extrapolables a lo que se extiende como un virus.
La democracia reside en el pueblo, una persona un voto, pero quienes tienen la responsabilidad de defenderla son los políticos. Trump, sus imitadores y sus defensores, son un acicate para que los políticos demócratas se pongan las pilas y sean servidores del bien y los intereses comunes. Por eso, el futuro presidente de Estados Unidos, Joe Biden, habla continuamente de trabajar para unir, para defender lo que todos compartimos.
La nueva era también debería serlo para la política y de eso no parecen darse cuenta los que alientan las mismas dinámicas de enfrentamiento sectario en lugar de apostar por la mejora de la gestión pública de nuestras fragilidades, para acabar lo antes posible con el desorden creciente.
Más que buscar los argumentos para defender las causas justas que cada uno de nosotros alberga en su cerebro, su corazón y su cartera, convendría buscar las causas comunes, que son muchas, y trabajar por ellas, para favorecer las libertades, la salud, la economía y la democracia.