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Por una vez y sin que sirva de precedente, no hay ironía alguna en el lamento por un personaje que durante casi tres años ha parecido un pelele manejado por otros, por mucho que el hombre haya puesto de su parte. Cuanto más altisonante ha pretendido ser en sus declaraciones y desafíos, más caricatura cincelaba en su perfil hasta parecer hoy más marioneta que personaje.

Tampoco hay falta de respeto. Por mucho que haya forjado su fresca biografía de mártir del independentismo, un mártir más del tortuoso procés, todo en su conjunto no parece sino un montaje para salvar una figura que, de su gestión, no deja absolutamente nada para el recuerdo.

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Es ridículo hasta el motivo de su inhabilitación, haber mantenido símbolos partidistas aun a sabiendas de que iba contra la ley. Habrá que recordarle -y es triste hacerlo con un licenciado en Derecho con el que debí coincidir algun día por las pasillos de la Universidad-, que la ley es sagrada. Es la razón desprovista de pasión, según la definió Aristóteles.

A Torra, que ha sido presidente de la Generalitat en calidad de suplente del suplente, le ha sobrado pasión y le ha faltado razón. Debe ser uno de los que alimentó aquella perversión interesada de que democracia son urnas. No, democracia es ley, nacida de la expresión popular de las urnas. Por eso la cambian las mayorías cuando pueden.

Pero, mal que nos pese, a los catalanes también, era el presidente de la Generalitat y va a seguir cobrando como expresidente más que el presidente del Gobierno y más incluso que el presidente de Autoridad Portuaria de estas Islas. Eso es más escandaloso que llenar de plástico amarillo en forma de lazo las calles y plazas de pueblos y ciudades catalanas. Cuando se disipe la pasión y vuelva la razón, habrá de retornar la autocrítica y eliminar pagas vitalicias a quien mal se representa a sí mismo y peor a su pueblo.