Finaliza el estado de alarma. Es, este, un domingo soleado. Y, sin embargo, se empecina en mostrarte el lado más oscuro de eso que se ha dado en llamar vida. Te topas con Antonio. Aunque no se llama Antonio. Hablaste de él en un mini artículo de «Cuarentena». Durante ese encierro sanitario, el personaje en cuestión se reconcilió con su familia y regresó a su seno. Hoy ha vuelto a la estación de autobuses y a ser lo que los bien pensantes denominarían, en el mejor de los casos, un ‘vagabundo'. Llora. Le preguntas. Te señala: «Me lo advirtieron. La acogida era únicamente temporal». Palabras de consuelo, un poco de compañía y café cargado. ¿Tan poco ha durado ese espíritu reconciliador, humano, que empujaba a todo hijo de vecino a ser otro, a ser mejor?
Las noticias, por su parte, no son halagüeñas. Tedros Adhanom Ghebreyesus os advierte, en nombre de una OMS cada vez más cuestionada, que la cosa, parecer ser, irá a peor. Bueno es que lo diga, para que, junto a vuestra caridad perdida, no se pierda igualmente el miedo que induce a la sana cautela. Otra cosa muy distinta es, sin embargo, la forma de expresar tan negros augurios, esa que no deja resquicio alguno para la esperanza… Particularmente la de los económicamente vulnerables que unen, al temor, la imperiosa necesidad de un milagro que les permita sobrevivir en un mar, eterno, de desigualdades monetarias…
Apesadumbrado, regresas a tu casa. Es domingo. Y para evadirte, recurres al cine, a una pieza antológica que, por sus méritos, mereció ser incluida en el National Film Registry de U.S.A. Te refieres a «La Diligencia» de John Ford, de 1939. Bajo la apariencia de western, dista mucho de serlo, porque lo que realmente interesa a Ford no son las escenas de acción, sino las relaciones de unos personajes a lo largo de un viaje en terrenos inhóspitos bajo la amenaza de Gerónimo y sus apaches. La primera reflexión es clara: de niños, os mintieron. Indefectiblemente, en ese tipo de cintas, los buenos eran siempre los soldados de azul, impolutos y los malos, los indígenas del lugar. Cuando estos últimos no hacían sino defender su tierra frente al invasor, frente al colono, frente al que no tenía reparo alguno en cometer genocidios en aras a la obtención de una tierra, de un territorio. Algo que deberían tener muy en cuenta todos aquellos americanos actuales que hoy derriban estatuas porque, el próximo paso, por coherencia, no puede ser otro que el de quemar la bandera americana y acabar con cualquier símbolo de esa poderosa nación…
En la obra de Ford se dibujan caracteres bien definidos: por un lado, los apestados por parte de una sociedad hipócrita: Dallas, una prostituta repleta, sin embargo, de caridad; Ringo, un huido de la justicia; Boone, el doctor alcoholizado pero con arraigadísimos valores éticos; Peacock, un comerciante de whisky, tímido y permanentemente preocupado por los demás y Wilcox, un sheriff decente que jamás habría asesinado a George Floyd. Por otro, los bien pensantes, la gente socialmente aceptada... A saber: La Sra. Mallory, esposa de un capitán, puritana y racista para con las entrecomilladas «mujeres de mal vivir»; Hatfield, un antiguo soldado confederado y tahúr y Gatewood, reconocido banquero y ladrón… Con esos personajes Ford realiza una película escalofriantemente hermosa. El viaje –obviada la anécdota del enfrentamiento de los viajeros con los legales propietarios de los territorios por los que transitan: los apaches y el prescindible duelo final- se troca en un canto a la regeneración moral y a la posibilidad de cambio.
La covid-19 ha sido, es y –temes- será, como una especie de diligencia en la que tendréis que convivir, sin bajaros de ella a destiempo… Un viaje para extraer de vosotros mismos –y no olvidarlo prematuramente- lo mejor y soterrar lo peor. Para que cuando, como John Wayne, lleguéis a Lordsburg, al final del trayecto, los días vividos bajo una amenaza común, os hayan convertido en seres más comprensivos y éticamente espléndidos…