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Pese a las recomendaciones sanitarias, se sienta en un banco público. Observa su reloj y, complacido, comprueba que son las diez y diez de la mañana. Está en su franja horaria. Él ha procurado ser, siempre, un hombre de bien. Cierra sus ojos y deja que el sol masajee, gratuitamente, su cuerpo de jubilado. Su pensión no da para un spa. Y reflexiona. ¿Cuánto le quedará de vida? Lo habían parido en 1940. Y de sus ochenta años dan buena cuenta su artrosis y algunos problemas oculares.

- ¡Quién te lo iba a decir! ¡Qué acabarías así! En libertad condicional…

Y evoca como su padre le había hablado de la gripe española. No fue, no, su progenitor, un tío con suerte: la susodicha pandemia, la Primera Guerra Mundial y esa otra, propia, vergonzosa, que aletea aún en las profundísimas galerías del odio transmitido de generación en generación… Pero él, ferviente creyente, por educación y convicción, piensa -y exclama a quien quiera oírle- que «todos los días son buenos si uno está en Gracia de Dios.»

Y en estas le da por rememorar, oficio viejo de pensionistas, en la ferviente creencia de que el pasado sí existe al condicionar el presente y, por ende, el futuro, tan pequeñajo, ya, para él… ¿Ha sido feliz? -se pregunta-. Y se contesta que sí, a pesar de que todo fue muy duro y distinto a lo planificado. Los hombres -cree- tiran los dados, pero éstos caen con libre albedrío…

Fue víctima -lo sabe- de una educación familiar repleta de virtudes y sentido común. La que le dificultó las cosas, por aquello de que, y parafraseando los evangelios, los hijos de las tinieblas tienen invariablemente las de ganar. La educación que, sin embargo, no cambiaría. La misma que transmitió a sus hijos y a sus nietos… Intentó progresar haciendo difícilmente compatibles trabajos de diversa índole con sus estudios de bachillerato nocturno en el Instituto. Ese instituto en el que acabó su carrera académica por falta de recursos… Vivió la posguerra; percibió la pervivencia de los dos bandos en el corazón de demasiados; se pluriempleó para beneficio de los suyos; contempló como los pilares económicos de la Isla se iban diluyendo como azucarillos gracias a la sensual llamada del dinero fácil, barato y limpio que implicaba el turismo; experimentó la derrota inexorable de la agricultura y de las industrias propias de la Isla manifestada en la dejadez de los campos, en las fábricas polvorientas y en las banquetes de sabater extraviadas que únicamente sobrevivían en viejos retratos en blanco y negro; asistió a la progresiva infravaloración de sus valores; contempló la llegada de un relativismo ético que acallaba conciencias y asistió, entristecido, al crecimiento imbatible de un individualismo insano… Y, como tiro de gracia, esa democracia tan anhelada y ultrajada hoy por una clase política tan mediocre como, en algunos casos, ruin…

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- ¿Tal vez con eso del corona…? –no recuerda, como tantas otras cosas, su nombre-.

Pero la experiencia le cuenta, pegadita a su banco, cercana a sus oídos y fundamentada en lo vivido, que, tras la pausa, tras el dolor, tras una tregua como la de las antiguas batallas, se regresará a las andadas. De hecho, ya no se aplaude, ya no se remiten tantos whatsapps, ya no hay tantas palabras de consuelo y de amor redescubierto, ya la economía prima sobre la vida, ya el incivismo ha vuelto victorioso en forma de guantes lanzados sobre el pavimento, ya hay menos preocupación por el otro y más cerveza en las terrazas ultrajadas…

No, tampoco ese era el final anhelado…

Volverá el hombre. Volverá el depredador. Volverá el caos. Volverán los salvadores de la patria. Volverá quien dirá que todo lo que hace en beneficio propio lo hace por ti. Y mentirá. Una vez más…

El viejo no verá satisfecho su último ruego: el de poder legar a los suyos un mundo más digno, limpio, más decente… Tan solo hallarán en herencia ese reloj viejo repleto de ictericia, una cartilla con unos noventa euros y una ejemplaridad que casi nadie reconoce ni desea adquirir ya…