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Desde la ventana de mi habitación se ve un parque en el centro del pueblo de Mahón. Hace un par de días me sorprendí mirando por ella: seis, quizá siete, xoriguers danzaban sobre los edificios. Uno de ellos se posó sobre el tablero de una canasta de baloncesto. Las águilas pescadoras no se acercan donde los humanos habitamos, no es raro verlas a lo lejos, cuando uno va por carretera entre pueblo y pueblo de la isla, pero en plena urbe sólo las gaviotas se atreven a tanto.

Pensar en la naturaleza recuperando su pulso quizá pueda ayudarnos a dotar de sentido el presente. Flaco consuelo es ese que sueña con una tierra libre de humanos, de sus humos tóxicos, casi como si el virus fuéramos nosotros mismos. “Muerto el perro, se acabó la rabia”. Un revival de discursos, ya añejos, cargados de justicias poéticas, cuando no de rancios castigos, van ganando poco a poco presencia. Pésimo consuelo, y, sin embargo, volaban las águilas por mi ventana. ¡Tremenda paradoja ecológica!

Hay quien ahora aprovecha para compartir relatos de sus confinamientos personales. En alguna ocasión tuve que pasar, por motivos de salud, algunos meses de absoluto reposo. Recuerdo muy bien una primera ducha después de cuatro meses de cama. Todavía se me eriza la piel al recordarlo. Soñar con paseos al sol, baños en la playa, con la cerveza en el bar de la esquina, o la película en el cine de barrio, es otro tipo de consuelo. Pero esto no es una larga enfermedad con un final del túnel.

En la convalecencia se espera, y el cuidado de enfermeras, médicos, o familiares, de personas que viven el proceso desde fuera, nos da ese contrapunto de un lugar donde no llega la sombra. ¿Cuántas veces hemos oído que esta enfermedad sólo mata a personas ancianas o enfermas? ¿Qué clase de consuelo es ese? Solas mueren las personas mayores y enfermas, y esa es una oscuridad que nos concierne a todos, y que a todos nos ha atrapado en nuestras casas.

Comenta Marcuse, en El hombre unidimensional, que después de la II Guerra Mundial se fue poco a poco normalizando la tortura. La guerra es la guerra, la enfermedad es la enfermedad, hay un tiempo para todo. ¡Y una mierda!, responde el Qohélet. No hay nada normal en la muerte de ancianos y de enfermos, ni tan ancianos ni tan enfermos como creemos, cuando mueren solos, solos sin ese contrapunto de un lugar sin sombra. Pero nuestra conciencia sigue feliz, obnubilada del suficiente mass-media como para ahogar a una generación entera de narcisos.

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El encierro en el hogar no es la única verja de este confinamiento, pues nuestra pantalla espera ansiosa una nueva caricia. No hay nada intrínsecamente malvado en el entretenimiento, pero cuando los poetas convierten sus fantasías en dulces cadenas la política agoniza. Y es que este asunto trata de lo que podemos y no podemos hacer. Podemos buscar consuelo soñando que mañana habrá pasado todo. Dotar esto de sentido imaginando reequilibrios cósmicos. Paliar tanto dolor con una oferta ilimitada de entretenimiento. Pero sólo despistaremos un tiempo a esa sombra que es la muerte.

Morir, moriremos todos, algún día. Pero sólo en las catástrofes morimos en masa solos. Sin espacio para una despedida, una reconciliación, o unas últimas palabras. Ni tan ancianas, ni tan enfermas, las personas que amamos se nos van sin poder decir siquiera adiós. Sería una exageración decir que hoy deberíamos vivir como si fuese el último día. Y de una moralina barata escribir que hoy podemos, sobre todo podemos, aprovechar este tiempo para amar a quien tenemos cerca. Y, sin embargo, quizá mañana no podremos.

Quizá conozcan la leyenda del rey Sheram. Después de la muerte de su hijo, este monarca perdió el gusto por la vida. Hasta que un día un sabio llamado Sissa le presentó el juego del ajedrez, el cual prometía recuperar su alegría. Cuando este rey probó el juego su pena cesó, y como premio ofreció a Sissa lo que desease. Un grano de trigo en la primera casilla, dos en la segunda, cuatro en la tercera, y así hasta las sesenta y cuatro casillas del tablero fue lo que pidió el visitante del rey.

El rey se indignó de que le pidiese semejante miseria como recompensa, impropia de su generosidad. Después de que los matemáticos de la corte calcularan la suma de la deuda, el rey descubrió que no había suficientes granos en su reino, ni en mil años de cosechas, para pagar lo prometido. Había infravalorado el factor exponencial. Nuestro sentido común ha demostrado ser el peor de los sentidos, ha ido perdiendo, sacudida tras sacudida, su seguridad. En el confinamiento, en el colapso de hospitales, y en lo que ha de venir.

Si esto está orquestado, o no, tuviera razón en su planteamiento Agamben o Jean Luc Nancy (en un intercambio que ya queda para la historia de la filosofía), lo cierto es que nos queda decidir cómo vamos a convivir en estos momentos de emergencia. Nos queda, como siempre, aunque ahora especialmente, no tirar la toalla. No se trata sólo de sobrevivir, ni sólo de llenar la despensa, hay mucho más que conservar además de la valiosa vida. “(…) sembrar la justicia por encima de todos sus medios”, escribió Maimónides, y los medios hoy escasean, sí, pero el reto sigue siendo el mismo.