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Había apenas 20 personas en el vagón del metro de la Línea 1 que circulaba desde Urquinaona a plaza Catalunya, y entre ellas una mujer indiscutiblemente atractiva, de una madurez espléndida. Al llegar a la estación del corazón de Barcelona un hombre apoyado en la barandilla lateral la observó mientras avanzaba hacia la puerta y cuando pasó junto a él no pudo reprimirse: «Qué pena que ya no puedan decirse piropos», le dijo. La mujer le aceptó el cumplido, sonrió y siguió su camino observando un rictus de moderada satisfacción en su rostro.

A partir de la nueva ley de libertad sexual apadrinada por la número 2 de Podemos, Irene Montero, ministra de Igualdad y pareja del número 1, Pablo Iglesias, el «atrevimiento» de ese hombre hace apenas un mes puede convertirle en un acosador sexual ocasional.

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La nueva norma, que ha tenido que ser corregida por el ministro de Justicia y la vicepresidenta del Gobierno, ambos del PSOE, debido a no menos de 25 incorrecciones técnicas y semánticas, eleva la protección de la mujer ante cualquier actuación que atente contra su libertad sexual eliminando la distinción entre abuso y agresión.

Todas aquellas medidas que acentúen la seguridad de la mujer y condenen a los agresores dejando escaso margen a la interpretación de los hechos deben ser bien recibidas, tanto como el aumento de las condenas por este tipo de delitos. Es el camino necesario a seguir partiendo del cambio en los modelos educativos en igualdad de género.

Ahora bien, que un hombre lance un piropo a una mujer y esta lo interprete como una humillación y no como un halago, y la nueva ley lo convierte en un delito leve que acarrea pena de localización permanente, trabajos comunitarios o multa, es una consideración cuanto menos discutible. O sea que se trata de admirar la belleza femenina en silencio, por lo que pueda pasar, o preguntarle si le acepta un piropo antes de decírselo con lo cual la espontaneidad inofensiva se pierde.