Franco no ha resucitado. Aunque lo parezca. Por fin está enterrado cerca de su esposa, donde debería haber sido mudado hace años. Solo hace falta que sus herederos y el aspirante al trono de Francia paguen lo que vale la sepultura de Mingorrubio y el exdictador deje de ocupar un espacio público, que sin duda tendrá mejores usos. ¿Cuántos españoles habrá sin propiedades en cementerios y sin seguro eufemístico de Ocaso?
Franco ha vuelto a aparecer dos semanas antes de unas elecciones generales. Cabe preguntarse a quién ha dado votos el traslado del dictador.
A Vox, que decidió no animar la protesta en contra de la exhumación, no le ha beneficiado. Ya tenía casi todos los votos de los franquistas y poco iba a ganar alentando las protestas.
Al PP no le interesa hablar de Franco, porque le cuesta expresar una opinión limpia, sin ambages. Quizás debería haberse mostrado favorable a pasar una página de la historia que no aporta nada bueno y estar al lado del Gobierno en una actitud «de Estado» de quien aspira a gobernar.
Pedro Sánchez tenía las mejores cartas para ganar la partida. El Gobierno ha respetado todos los pasos judiciales hasta conseguir una sentencia firme que le autorizaba a llevar a cabo el traslado. Solo debía demostrar que la sospecha de que quería sacar rédito político con la exhumación no estaba justificada. Pero un acto demasiado solemne, una retransmisión de la televisión pública demasiado larga, un protagonismo excesivo de los familiares del dictador y una comparecencia institucional prescindible, posiblemente, le han perjudicado más que no beneficiado.
Este capítulo de la historia hubiera podido cerrarse con más discreción, sin desfile del féretro al hombro, con una sola noticia amplia en los informativos de TVE y con una imagen de todos los líderes democráticos juntos para decir a los españoles que la historia está en los libros, que en el presente tenemos otras preocupaciones más importantes y que vamos a evitar el regreso al pasado.