«Insulto a la democracia» fue la airada reacción de Torra a la sentencia del lunes. «Sólo las dictaduras encarcelan a líderes políticos pacíficos», se leía en una gran pancarta en el estadio del Barcelona en el último partido de Champions. «Democracia son urnas», fue el alegato reiterado para justificar el referéndum de hace dos años y el de hace cinco, en tiempos de Artur Mas, el expresidente que huyó del Ateneo por la puerta de atrás.
En definitiva, la democracia es la culpable del revés que ha sufrido el procés, visto desde la perspectiva del procés, mísero argumento que recuerda los debates de mis tiempos universitarios en los que se concluía sin discrepancias que la culpa era del sistema. Desacredita a quien se muestra incapaz de ofrecer motivos más sólidos porque los tribunales de un estado democrático siempre y solo juzgan hechos, jamás ideas.
Los actores y los espectadores del intento de secesión sabían y sabíamos que saltarse las leyes da lugar a responsabilidades. Ninguna sorpresa, por tanto, ante una resolución judicial con penas blandengues, visto desde la otra perspectiva, porque además todo apunta a que los años de prisión impuestos van a ser cumplidos en régimen de semilibertad, a expensas de lo que diga finalmente el Supremo, primero, y Estrasburgo, después.
La base de la democracia es la ley, no las urnas utilizadas a discreción y a beneficio de unos intereses. Y la ley, que se elabora y modifica en función de la voluntad ciudadana salida de las urnas, es la que resuelve los conflictos. A nadie se ha encarcelado por sus ideas, los independentistas han disfrutado de la libertad de expresión en toda su dimensión y, si se les encarceló antes del juicio fue porque Puigdemont se había fugado. Por eso es prófugo de la Justicia y, como los otros fugados, no es un exilado político, el otro latiguillo espurio del que como el de «presos políticos» se abusa a sabiendas y con malicia.