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Transcurre el verano a pasos agigantados, se acaba agosto y lo hace cargado de sucesos como consecuencia lógica del incremento de la población en la temporada. Hay robos en urbanizaciones, se suceden los accidentes de tráfico, afortunadamente sin víctimas mortales a estas alturas del año –la única contabilizada fue en Cala en Bosc en pleno invierno-, algún fallecido por ahogamiento, las violencias de género de casi siempre, detenciones por tráfico de drogas…

Más allá de los incidentes que entrarían en el terreno de la relativa normalidad han llamado la atención hasta la fecha dos noticias que han quebrado la “cotidianeidad” del estío menorquín. El desembarco de los diez inmigrantes argelinos –dos de ellos menores- frente a Biniancolla ha sido una de ellas. Su detención y posterior puesta en libertad por falta de plazas en los siete centros de internamiento estatales revelaron la crudeza del problema migratorio que aquí se ha subsanado provisionalmente gracias a Caritas y a los servicios sociales del ayuntamiento de Maó.

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El otro gran suceso del verano hasta el momento fue el accidente de las fiestas de Sant Climent, la pedanía de Maó, cuya celebración poco tiene que ver con las de otros escenarios donde la masificación insinúa una mayor probabilidad de que ocurran este tipo de incidentes.

La espeluznante coz del caballo al rostro de la mujer de Ferreries ha alimentado una vez más el debate sobre la seguridad de las fiestas, tres años después del último gran siniestro que ocurrió cuando dos caballos se desbocaron en las de la Mare de Déu de Gràcia. Son animales y como tales tienen reacciones imprevisibles que no hacen sino cuestionar el futuro de su coexistencia con las personas en las celebraciones. A la larga uno presume que habrá nuevas medidas que separen a los animales de las personas si no en todos, en algunos actos de las fiestas patronales y aun así nunca alcanzaremos el riesgo cero.