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El lío del Tribunal Supremo a raíz de la sentencia que obliga a los bancos a pagar el impuesto sobre actos jurídicos documentados, paralizada el día después de ser promulgada por el presidente de la Sala Tercera Díez-Picazo, ha derribado el último bastión que se mantenía intacto en esta devaluada, y sin embargo querida, democracia. Y no por la acumulación de errores de Díez-Picazo, que han puesto en un brete al Supremo, sino porque se ha descubierto la cadena de favores e influencias que contamina la independencia judicial, que ha de nacer en los nombramientos para que después se perciba en las sentencias. Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, colocó a Díez- Picazo, desplazando a un magistrado con mayor experiencia y prestigio, José Manuel Sieira.

El Tribunal Constitucional padece la misma enfermedad, ya que de sus doce magistrados 4 son elegidos por el Congreso, 4 por el Senado, 2 por el Gobierno y solo 2 por por el Consejo General del Poder Judicial.

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Para no sembrar la desconfianza hay que buscar otros métodos para los nombramientos. Aunque no existen vacunas para estos males -la contaminación es demasiado fácil- si hay «voluntad política» se podría dejar a los propios jueces que eligieran a los mejores para los puestos más importantes. Y en todas las profesiones, también en la judicatura, hay personas muy capaces, honestas y con un alto concepto del servicio público.

La capacidad, con todo lo que la antecede, y la ética son los dos ingredientes de la regeneración. Aceptando la imperfección de todo lo humano, sin criminalizar los errores de forma constante, el sistema necesita recuperar la credibilidad ante los ciudadanos. Y para ello no hace falta exigir la pureza que no existe, sino establecer los mecanismos para que todos esos buenos profesionales que ahora ven el espectáculo desde la platea, porque no forman parte del reparto, tengan la oportunidad de decidir.