Esto incluye envases que han contenido pinturas, barnices, y también materiales fitosanitarios inorgánicos –pesticidas–, o conservantes de madera y por supuesto el amianto, este último se incluye por primera vez en la lista. Las primeras quejas ya se han producido porque el control ahora es más riguroso, es decir, una ficha personal registrará qué y cuánto depositamos para que paguemos una tarifa si nos excedemos de una cantidad máxima, pero hay que recordar que eso sucede en ciertos residuos, como los voluminosos o la madera, y se habla de límites de 500 o 300 kilogramos al año. Debe de costar que un particular alcance esa cantidad, a no ser de que renueve mobiliario cada semana.
También el proceso se ha vuelto más engorroso, requiere más tiempo: pesar los enseres, rellenar papeles, más trabajo para el personal de los puntos limpios y en general, más paciencia por parte de los usuarios y una mayor predisposición a colaborar y a rascarse el bolsillo si llega el caso. Aquí está el problema, porque muchos ciudadanos que se esfuerzan por separar en casa están cansados de ver cómo otros lo mezclan todo sin remordimiento, o dudan de que su tasa de basuras se destine realmente al tratamiento, o creen que ya se les exige suficiente. Está claro que se ha gastado mucho dinero público en campañas de concienciación sobre reciclaje que han caído en saco roto, pero no se puede apelar a otra cosa que no sea la sensibilidad de cada uno para reducir la basura. El peligro es que se extienda la sensación de que ahora se cobra por todo y que la gente que acude a los puntos limpios –que ya es la más concienciada–, se plantee dejar de hacerlo. Entonces volveremos a ver colchones y lavadoras viejas en cualquier descampado.