Son las 12 del mediodía del 25 de julio. Sol de justicia. Sobrepasados los 30 grados de temperatura, llegamos a la playa del Arenal d'en Castell. Probamos suerte en el aparcamiento a la derecha de la cala y, sorprendidos, advertimos que hay numerosas plazas disponibles. Bajamos hasta el arenal con cientos de bañistas a lo largo de la singular concha del norte insular, pero no tantos como para poder extender la toalla sin sentir el olor del bronceador de los italianos de al lado, ni que moleste la arena que levantan un padre y su hijo portugueses jugando a las palas.
No se trata de una apreciación subjetiva, por más que el gobierno del Consell establezca interpretaciones más moderadas. Basta pasear por la Isla para advertir que, felizmente, dicho sea de paso, las playas urbanas no están saturadas, hay más plazas disponibles para cenar en restaurantes de precio medio sin reserva previa, y por el momento no existe la sensación de agobio constante que sí se flotaba el año pasado en estas mismas fechas cuando la masificación fue un hecho contrastado.
Otra cosa es la valoración del empresariado, normalmente a la baja en cualquiera de las circunstancias. Si la ocupación hotelera es prácticamente plena suele esgrimir que el poder adquisitivo de los turistas que visitan la Isla es muy limitado, es decir, que salen poco y gastan menos. Los restauradores, por su parte, aluden al 'todo incluido' que limita su trabajo. Sea como fuere la experiencia dicta que jamás un empresario admite grandes beneficios después de una temporada estival en la que la facturación de su negocio se ha incrementado. Entonces el argumento es que el gasto en personal también ha crecido para poder atender la mayor demanda de clientes.
Esta campaña está llegando menos gente lo que, a priori, debe aminorar la cuenta de ganancias si la cotejamos con la de hace un año, pero en ningún caso querrá decir que sea negativa comparada con los anteriores.