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Nos enteramos ayer de la muerte de José María Setién, obispo emérito de San Sebastián. Ha vivido 90 años y ahora está en los cielos, ese lugar de perfección al que nadie tiene prisa por llegar. No es un mal balance. Pasó unos días de su jubilación en Menorca, más o menos los mismos que Saturnino Orbegozo, que también vino de aquellas tierras en busca de reposo, aunque en circunstancias muy distintas. El obispo, invitado por su colega obispo; el empresario vasco, buscando el oxígeno que le faltó durante el secuestro etarra.

Lamento su marcha como la de cualquier mortal, me duele más la de mi vecino Miguel Houghton de Llucmaçanes, que se fue el mismo día con humildad, sin glosa en los periódicos.

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El nombre del obispo Setién está ligado a los años de plomo de ETA y nunca fue entendida su equidistancia entre los que mataban y los que morían, lamentaba por igual las muertes ocasionadas por la violencia y las de los propios terroristas, todos eran hijos de Dios. Casi como recordando a Mark Twain, «no me importa si un hombre es blanco o negro, cristiano o judío, comunista o liberal. Me basta saber que es un hombre: nadie puede ser nada peor».

Dijo en su día que la paz tenía un precio y que el acuerdo dependía «del precio que se está dispuesto a pagar». Ya como emérito lo arregló un poco con sus reflexiones en «Un obispo vasco ante ETA» y en vida recibió un galardón de la Fundación Sabino Arana y una medalla de la Diputación de Guipúzcoa. Ni su personalidad ni sus palabras pasaron desapercibidas. La nueva redacción de la Historia puede que le dedique una elegía, pero su paisano Fernando Savater dice de los equidistantes tal cual aquel, «que se refugian en el 'ni con unos ni con otros', que les da una irrisoria sensación de superioridad y les permite asilarse en santuario».