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Carta a Benjamin Carreras: Voy a discrepar de ti; si no, ¿qué gracia tendría la cosa?
Pero antes de confesar el objeto de mi discrepancia permíteme que te eche unas merecidas flores.

Siempre me has caído bien. Soy de los convencidos de que Menorca te debe mucho. Apostaría una oreja a que siempre has sido una persona íntegra. Además pienso que mereciste tu sueldo con creces, y aunque ello parezca cosa poco notable, lo es - y mucho- en tu campo de actividad: no quisiera referirme a nadie en concreto pero estoy convencido de que hay multitud de personas dentro del estamento político que no soportarían una auditoría en términos de colgar en un extremo del fiel de la balanza su coste al erario público y del otro extremo el rendimiento expresado en términos de un concreto beneficio para la comunidad. Una prueba terrible que dejaría a muchos en evidencia.

Pero tú superarías limpiamente tan canalla desafío: en tu haber, nada menos que el salvamento (o la muy significativa colaboración a tal empresa) de Menorca ante la presumible depredación de los amantes del ladrillo a pie de playa (nuestras islas hermanas saben de qué hablamos). Parece evidente que tu trabajo lo hiciste por tu tierra, no por vanidad, pesebrismo o por recibir compensaciones colaterales (mano egipcia). Te debemos pues mucho.

Otros en cambio nos lo deben descaradamente todo a nosotros (los contribuyentes) sin que eso les acabe de animar a currar por el bien común: se acoplan a un clan para estar más calentitos y luego se limitan a repetir consignas, con la esperanza de que siga cayendo el maná dentro de su patio.

Pero bueno, vamos a dejarlo, que esto son mis opiniones y no quiero que parezca que pongo nada en boca tuya.

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Te diré pues en qué discrepo.

Pienso que no necesariamente tras el arreglo de una boyera para uso residencial venga sí o sí «la piscina y el padle». Para eso sirve la política, para regular.

Si un francés de esos que mencionas en la entrevista de «Es Diari» que me ha dado pie a esta misiva compra un predio con vacas, bien puedes prohibirle que desahucie a los animales de la boyera que habitan; parece sensato. Pero es que hay cientos de boyeras en predios sin ganado. Vacías durante décadas. Se caen. Que alguien que compra ese predio quiera habilitar esa boyera y restaurar las casas constituye un beneficio (el perjuicio sería la ruina de los edificios). Las vacas no van a caer en paracaídas por mucho que deseemos un fortalecimiento del campo. Pero los muros si caen si nadie los restaura. Si queremos (como así deseamos muchos) que el paisaje heredado se conserve, nos conviene que los predios abandonados por los payeses reciban cuidados. Bien se puede exigir a quienes estén dispuestos a darles ese tratamiento residencial que respeten unas normas estrictas que no destruyan la esencia del paisaje (y permitirles el alquiler vacacional, si necesitan esa ayuda para el caro mantenimiento de estos predios). En el Valle de Engadina, en los Alpes suizos hay pueblos verdaderamente deliciosos que incluyen casas recientes, casas que hay que mirar seis veces antes de distinguir si son nuevas o estaban allí en 1900. Hay unas normas claras, sensatas, estrictas, no volátiles (como aquí), no sujetas a excepciones (y por supuesto las puedes alquilar por periodos cortos). Si te quieres comprar o hacer una casa allí, sabes a qué atenerte, ni te van a permitir pirulas ni te van a zancadillear con chorradas.

Aquí, Benjamín, quien compra una casa en el campo (quizás también en los centros históricos) no tendrá claro nunca nada. Tardarán siglos en contestar a sus dudas, se desesperarán esperando informes y permisos, notarán la discriminación (parece a veces odio) al adinerado.

El plan B es dejar que las ruinas se hagan cargo.

Hacer esto bien y con garantías requiere (como tú bien sabes por experiencia) no poco trabajo para quienes debieran velar por el bien común. Hay que tener además preparación o buscar humildemente en su defecto el asesoramiento imparcial de quien la tenga. Más cómodo es sin duda sacar la varita de prohibir e irse a tomar (al brindis «!que les den morcilla!») el vermut de mediodía.