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La semana pasada, justamente en esas fechas del «vuelve a casa, vuelve», dos sucursales de Sa Nostra, una en Mahón y la otra en Ciutadella, echaban el cierre. El criterio para cerrar estas y no otras es la distancia, que no puede ser inferior a 800 metros entre oficinas, aunque eso es lo menos, lo de más es el significado de este adiós discreto, disimulado, casi vergonzoso.

Desapareció el lechero, desapareció el cartero -hoy, si acaso quedan, son repartidores de Correos-, desaparece el banquero. Solo queda el «entiéndase usted mismo con la máquina». Adiós a los intermediarios, adiós al trato personal, adiós a la confianza como base de relación con el cliente y de la prosperridad del negocio.

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La marca, desaparecida hoy ya del panorama, es de las que tienen tan fuerte anclaje que los usuarios siguen hablando de Sa Nostra como hablan de GESA, que le precedió en la subida a los cielos. Sa Nostra era la caja provincial, esa que al menos en otras tierras abría una cartilla con cien pesetas a los niños en las escuelas y retornaba en labor social gran parte de sus beneficios.

Ninguna entidad como la Fundación Sa Nostra ha invertido tanto por la cultura de Menorca en las últimas décadas. Se va a echar de menos, se echa de menos. Los que de números sabemos lo justo y aborrecemos tanto como denunciamos la codicia, no comprendemos el frenesí que llevó a estas entidades a comerciar con las preferentes y otros productos financieros. Antes, mientras los bancos gestionaban dinero y firmaban créditos, las reglas de juegos eran limpias y la cosas funcionaba más o menos bien.

En tres meses se acaba la transición del Banco Mare Nostrum, nombre bien elegido porque al final no ha sido sino un barco de náufragos con el que hacer la travesía hacia el puerto de Bankia, la cueva del mayor latrocinio conocido. Se va en silencio, con la omisión incluso de investigar el adiós.