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En el año 2017 la revista «Harvard Business Review» publicó un interesante estudio sobre la eficacia de los equipos de trabajo en las empresas. El grupo de investigación dirigido por Alison Reynolds y David Lewis partió de una hipótesis sugerente: los equipos más diversos en cuanto a etnia, género y edad serían más productivos y eficientes. Los grupos evaluados tenían que lograr diferentes objetivos que requerían la puesta en común de opiniones, ideas, planteamientos de trabajo y esquemas de actuación. Se trataba de desafíos que enfrentaban a los evaluados a situaciones nuevas, poco predecibles y complejas. Una de las pruebas consistió en diseñar la estructura de una start-up dedicada a la biotecnología. Los resultados del estudio fueron, sin duda, sorprendentes. Los investigadores constataron que los equipos más exitosos eran aquellos en los que existía una mayor diversidad cognitiva. La clave, por tanto, no radicaba en la distinta raza, género o etnia del grupo, sino más bien en las distintas formas de pensar de los integrantes del grupo. La falta de este componente reducía de forma considerable la capacidad de ver las cosas, de interactuar de distinta manera o de inventar nuevas opciones. Quizá por esta razón uno de los peores resultados en las pruebas lo obtuvo un grupo integrado por científicos doctorandos. A pesar de sus excelentes resultados académicos, todos tenían esquemas mentales parecidos. Su manera de enfrentarse a una situación nueva era prácticamente la misma. Su falta de versatilidad les impidió, incluso, terminar la tarea propuesta por los investigadores. En cambio, el equipo integrado por dos hermanos del mismo sexo y nivel de estudios pero que tenían formas de pensar diferentes, alcanzó un resultado excelente.

Durante muchos años se ha pensado que los trabajadores de una empresa constituyen una categoría homogénea. Por tal motivo, los procesos de selección de personal se han centrado en la búsqueda de profesionales que responden a un determinado perfil de conocimientos, habilidades y experiencia. La incorporación de estas personas permitía la constitución de un capital humano que respondía a los mismos intereses, necesidades y preferencias. Se trataba de fomentar la llamada «cultura de la empresa» que venía a configurarse como una suma de los intereses de los trabajadores, directivos y empresarios. Estas ideas estaban en la base de muchos esquemas de funcionamiento empresarial. Por ejemplo, se diseñaban políticas de formación que pretendían transmitir a los trabajadores los mismos conocimientos. A través de programas de socialización, se perseguía que los nuevos trabajadores aprendiesen aquellos valores que la dirección consideraba deseables. Los incentivos al trabajo se diseñaban de forma homogénea sin atender a los diferentes objetivos y necesidades de los trabajadores.

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Los retos a los que se enfrentan las empresas en el siglo XXI obligan a efectuar un replanteamiento de estas prácticas. ¿Tienen todos los trabajadores los mismos intereses? ¿Responderán de igual forma ante un cambio en la política de incentivos? ¿Valorará de la misma forma una mejora en la conciliación laboral un joven recién contratado que un trabajador con obligaciones familiares? ¿Y una reducción de las actividades de formación? ¿Tiene la misma repercusión un incremento salarial para un trabajador que encuentra su primer empleo que para un directivo que lleva varios años en la organización? ¿Todos los trabajadores están dispuestos a sacrificar su tiempo de ocio por la promoción a un puesto superior?

Al igual que la sociedad, las empresas tienen que aprovechar (a veces, con mucha habilidad y valentía) la diversidad que existe en un mundo cada vez más complejo. El estudio efectuado por Reynolds y Lewis acredita que la mejora de la productividad depende, en definitiva, de la distinta manera que tenemos de enfocar problemas. Si lleváramos este planteamiento a la vida fuera del trabajo, posiblemente conseguiríamos resolver muchos de los problemas que a día de hoy nos parecen barreras infranqueables. Ya lo decía el educador brasileño Paulo Freire: «Aceptar y respetar la diferencia es una de esas virtudes sin las cuales la escucha no se puede dar».