Tenía que decidir qué libro llevaría a Nueva York —solo llevábamos equipaje de mano— y me topé con «Manhattan Transfer», de John Dos Passos (1896–1970), uno de los títulos que mi profesora de Literatura Universal incluyó en «Obras que se deberían leer al menos una vez en la vida». Se cuela así en estas recomendaciones veraniegas para lectores y también para escritores una obra, publicada en 1925, que exhibe técnica, con su mezcla de voces y sus juegos con el tiempo y con el punto de vista. Los personajes, casi todos inmigrantes, deambulan por los puertos, los teatros y los bares, a la sombra de los rascacielos que ya definían las avenidas de la ciudad; todos forman el collage que es esta novela casi cinematográfica y todos van, claro, en busca del sueño americano:
«—Oiga amigo, ¿hay mucho desde donde desembarcamos hasta la ciudad? —preguntó a un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules, que estaba de pie junto a él (...).
—Depende de adónde quiera usted ir.
—¿Dónde está Broadway?... Quiero ir al centro, al centro de todas las cosas».
Rozamos nosotros ese centro (financiero) y descubrimos que donde antes estaban las Torres Gemelas hay ahora dos piscinas sin fondo, pero siguen siendo los edificios más altos de Nueva York: aún se elevan en las mentes. No en las mentes de todos: unas adolescentes latinas se hacen selfies entre risas y me recuerdan que han pasado dieciséis años de ese fuego en la pantalla; un plato de judías verdes y mi madre y yo calladas ante las noticias de mediodía. Todo el mundo recuerda qué hacía.
Empiezo a recorrer esos dos abismos como si el terreno fuera frágil y yo, una equilibrista. El perímetro de las piscinas está delimitado por unos muretes rematados con unas planchas planas, perforadas con los nombres y apellidos de las víctimas. Por un momento, me parecen los nombres y apellidos de todas las personas que he conocido en mi vida.
Debajo de las planchas corre por una acequia el agua mansa que levemente cae. Su primera parada es un estanque, también manso, pero de ahí el agua se precipita a un vacío sin fondo que oscurece el centro de las piscinas.
Cuando estoy a punto de completar la vuelta al «estanque sur» me detiene una rosa blanca incrustada en uno de los nombres. Me quedo quieta ante los pétalos y aparece a mi lado una mujer rubia y blanca: en Nueva York veo blanca a la gente blanca. Va del brazo de un hombre negro que va vestido policía o militar o marine y la ciudad parece a cada rato una película que ya hemos visto. La mujer da un paso al frente, moja sus dedos en el agua que corre bajo las planchas y lava el nombre que tiene la rosa blanca. Después pasa la mano entera, deprisa, como si quisiera borrarlo y, antes de girarse, oigo que dice en un susurro: «Happy Birthday». Cuando ella se aparta, el hombre da también un paso al frente y hace el mismo gesto, dice las mismas palabras. Luego se alejan. En su huida olvidan una corriente, como cuando alguien abre una ventana en una noche fría.
Permanezco allí, frente a la rosa, viendo cómo se va secando el nombre de Michael W. Lowe. Es el tiempo, los fanáticos, sí, pero también las guerras planeadas, la destrucción de los pueblos, la manipulación de masas, la mafia de las Azores... Detrás sigue el agujero central de este imperio decadente. Algunos rascacielos siguen en pie, reflejados unos en otros, y la niebla los va cubriendo de arriba abajo a última hora de la tarde, hasta que todo se vuelve sueño (americano).
Decido rodear la segunda piscina, como si fuese a encontrar algún ángulo para poder ver el fondo, y en mi último tramo leo en un panel que el National 9/11 Memorial & Museum coloca, como tributo, rosas en los días de los cumpleaños. ¡Ah! Allí hay otra rosa blanca y es igual de suave a la vista: en nada se parecen las rosas a los nombres.
Llego al final y empieza a llover. Me cobijo bajo un tejadillo y reparo en unas pantallas táctiles en las que se pueden buscar a las víctimas por sus nombres, por sus países o por las empresas para las que trabajaban. Busco a Michael W. Lowe, letra a letra. Aparece su foto: no esperaba la fotografía, le digo a mi compañero, que ha llegado también para refugiarse de la lluvia. Empleado de Liberty Electric, nacido el 30 de mayo de 1953, de piel negra y sonrisa clara. Hago la cuenta: cumpliría 64 años.
Seguí leyendo aquellos días la novela de Dos Passos. Pensé que las piezas de «Manhattan Transfer» ya anunciaban las ciudades que venían de ese centro: ciudades hechas de fragmentos, de nombres que caen en el vacío, de historias individuales que forman esta historia colectiva que avanza torpe y sin nosotros.
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