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31 de julio, primer día vacacional. 15:30 horas, carretera general hacia Es Mercadal para tomar la de Tramontana en dirección a Cavalleria, una playa virgen de cómodo acceso que ofrece un perfil fantástico desde cualquiera de las posiciones que la contemples.

Ritmo pausado en el trayecto por mor del tráfico. No importa el tiempo, "keep calm", acabamos de estrenar las 'vacatas'. Parada en el súper del pueblo para provisión de agua y directos a la playa. Aparcamiento más o menos organizado y tremenda fortuna. Donde el que va delante no se atreve a aparcar, el que suscribe borda una maniobra perfecta y encaja el vehículo a la primera. Sombrilla, mochila, sombrero, toalla, agua, libro, gafas de sol, móvil… lo llevamos todo, incluso el calor asfixiante.

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El camino hasta la playa parece el Carrer Nou de Maó en hora punta. Colas para hacerse fotos en el mirador y turnos para descender por la escalera hasta la arena. Se me cruza un zombi con el barro extendido por su cuerpo (¡ya verás cuando quieras quitártelo todo, majo!)

Y llega lo más difícil. Comienza la carrera de obstáculos. Que si los castillos de arena, que si la sombrilla, que si la toalla… el argentino que vocifera que tiene cervezas y zumos. La playa está literalmente ocupada como nunca antes la había visto. Un espacio libre cerca de la orilla permite nuestro acomodo. Niños con la pelota, niños con las palas y de pronto… aparecen ellos cuatro, plantan sus toallas detrás de nosotros y conectan la música reggaetón a toda máquina.

Baño, lectura, baño, mimetismo al entorno sin más y hacia casa. En algún momento de la tarde, lo admito, he añorado el aire acondicionado de la redacción, algún suceso interesante que otro y la tranquilidad del estresante trabajo diario. Debo hacérmelo mirar. Me voy.