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Ninguno de los ancianos de la residencia Providence Mount Saint Vicent en Seattle estaban preparados para la sorpresa que había organizado la dirección del centro. A partir de la siguiente semana, los cuatrocientos residentes iban a compartir sus días con una escuela infantil con niños de hasta cinco años. El primer día los niños llegaron curiosos a la residencia. Tocaron las manos arrugadas de los ancianos. Observaron pasmados las sillas de ruedas y los andadores. Enseguida se pusieron a jugar con los residentes. Los ancianos empezaron a ganar confianza con los pequeños. Les contaron historias de su vida. Se apuntaron a bailar con los niños, a preparar los disfraces y a acompañarles en el canto. Aquellos residentes que tenían sus capacidades más mermadas, aunque no podían participar en muchas de las actividades de los niños, esbozaban una gran sonrisa cuando los veían divertirse en el parque. Después de la primera semana, niños y ancianos habían creado vínculos muy intensos. Al interactuar con los menores, los ancianos recordaban su infancia y lloraban de emoción. Transmitían todo aquel afecto que reclamaban de su entorno, sus ingentes conocimientos de la vida y sus inagotables experiencias. Los pequeños, por su parte, crecían y aprendían en un entorno de respeto y admiración ante los mayores, muchas veces olvidados por sus familias. «Cuando quieres a alguien y te dan algo, lo sientes muy profundamente en el corazón», comentaba uno de los residentes entre lágrimas. Los responsables del centro decían a los niños que aquellos señores arrugados eran «recolectores de felicidad» porque «durante 50, 60 o 70 años» habían vivido experiencias que les habían convertido en mejores personas. El éxito de la iniciativa llamó la atención de Evan Briggs, un cineasta interesado en un documental sobre cómo crecer y envejecer en Estados Unidos. Briggs lanzó un proyecto de crowdfunding para financiar su documental «Present Perfect». En cuestión de días, duplicó la cifra inicial de 50.000 dólares gracias a las aportaciones de miles de personas que se habían emocionado con esta idea revolucionaria que pretendía paliar los efectos del terrible aislamiento social que sufren casi la mitad de los ancianos estadounidenses.

«La vejez es la cosa más inesperada de las que pasan al hombre», solía decir Trotski. Los niños apenas perciben el transcurso del tiempo. Los días se suceden como veloces caballos al viento. Todavía no son conscientes de esa minúscula fracción de tiempo que dejan atrás y que nunca volverá. Son locomotoras del presente que avanzan a pasos agigantados hacia un futuro que se les antoja prometedor, lleno de incógnitas, sueños e ilusión. Sienten que el mundo les pertenece porque todavía no saben que la película de su vida -aunque con mucho metraje por delante- empezó a ir cuenta atrás desde su nacimiento. A medida que cumplimos años, empezamos a sentir el paso del tiempo. Miramos hacia atrás y sentimos el vértigo de quien se asoma a un acantilado acorralado por un mar embravecido. Gracias a la memoria, podemos viajar en un tren sin raíles para revivir aquellas experiencias que quedaron cristalizadas en algún lugar recóndito de nuestro cerebro.

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A pesar de los esfuerzos que hacemos para sentirnos siempre jóvenes, el tiempo avanza inexorable para todos. Esta sencilla idea –quizá la más democrática e igualitaria de cuantas se han creado hasta la fecha- no cuadra con nuestro modelo de sociedad que vive feliz (y engañada) con el sueño de la eterna juventud. El aumento de la esperanza de vida en los últimos cincuenta años, unido a los avances prodigiosos de la Medicina, nos ha otorgado una ilusión de control sobre nuestro futuro. ¿Viviremos doscientos años? ¿Descubriremos el remedio para no perder facultades? ¿Empezaremos a hablar de la cuarta edad? ¿Y cuándo podremos llamar a una persona anciana? Todas estas preguntas nos reabren un debate más interesante porque, en definitiva, la cuestión más espinosa no es resolver cuánto viviremos, sino en qué condiciones.

La iniciativa de la residencia de ancianos de Seattle nos demuestra que las cosas se pueden hacer de manera diferente. Cuando los ancianos entraron en contacto con los pequeños, se sintieron reconfortados, sonrieron, participaron y pusieron toda su energía en agradar. Los niños, que todavía no habían desarrollado prejuicios, charlaban y jugaban con los ancianos. Gracias a esta iniciativa, cuando los residentes se asomaban al acantilado del pasado, se sentían acompañados en ese viaje final. Ya lo decía el genial director de cine Ingmar Bergman: «Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena».