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A Inocencio Pons, el bandetjat Zampacocas, lo convirtieron en huido de la justicia precisamente quienes tenían por oficio impartir justicia. Que una algarada callejera, un hurto de una ropa tendida o un saco de trigo diera como consecuencia largos años de privación de libertad en una cárcel inmunda donde faltaba la comida, la higiene y sobraban los malos tratos, no hacía mejor la justicia que los desmanes que juzgaban.

Todo empezó una tarde de finales de mayo cuando Inocencio Pons terminó de segar una tanca de un trigo ruin, malbaratado por una climatología hostil con la ayuda de una helada negra que acabó por arruinar del todo la paupérrima cosecha, de manera que aprovechó que había buena luna y segó un buen tient de una tanca de su vecino que pertenecía a mossen Esquella. Se rumoreó que por eso la guardería le tomó interés. Eso y el miedo a las arbitrariedades de aquellos jueces, llevaron a Inocencio Pons a declararse a sí mismo como huido de la justicia, echándose al monte y viviendo de lo que afanaba en los cruces de los caminos y en los cortijos cuando podía llegar clandestino a un porche y descolgar unas sobrassades, un par de cuxots o unos butifarrons. Como era hombre leído sabía de los bandoleros de las serranías andaluzas y pensó que un bandolero menorquín no debía desairar a sus iguales, por eso procuró vestir como su nuevo oficio mandaba porque para el caso, el hábito sí que le hacía fraile. Un cuchillo feo de grande que su padre, que dios tuviera por arrepentido, utilizaba para el sacrificio del cerdo cuando las porquetjades, acunado en la negra faja; un trabuco que le afanó a un arcabucero de Alaior cuando aquel lo dejó apoyado en una pared de piedra seca para ir detrás de una mata y aliviarse de una urgencia. Se cubría con un mugriento y viejo sombrero de ala caída. Eso unido a su notable y desgarbada figura, daban con el prototipo del bandetjat que nadie le había gustado encontrarse de frente. Era hacerse presente en un solitario cruce de caminos y el sorprendido y aterrado paisano soltaba la camisa antes de que se la pidieran. Una mañana en que se le había terminado antes el mendrugo de pan que le había sobrado del día anterior que el hambre, del canal de Ses Arboses, camino de Santa Ana, venía Zampacocas, ignorante que unos días antes en un enfrentamiento con bandetjats, el gobernador don Jaime Valenciano de Mendiolaza había perdido la vida. No fue raro que un grupo armado con arcabuces le prendiera. Predicar a quien te prende y espulgar perros, tiempo perdido. Mejor era no abrir la boca, pensó. Y lo llevaron ante un juez de Ciutadella que por las trazas, pensó el juez, que el detenido debía de tratarse de un peligroso huido de la justicia, por eso lo mandó preso a la cárcel que había en un paño de la muralla del puerto de donde Zampacocas logró huir una semana más tarde. En esa industria de ser un hombre libre, Zampacocas tenía los compañeros muy bien puestos. De aquel episodio se conserva una copla que dice:

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«El juez me preguntó un día
que cómo me sustentaba.
Yo le contesté, pues mire: robando
como roba usía,
pero yo no robo tanto».

Como en la cárcel tuvo razón de que habían capturado a Juan Pallicer y a Pedro Torres, que parece que eran frailes, aunque cuando los prendieron no llevaban los hábitos, se dijo que fueron ajusticiados públicamente por orden del gobernador. El vicario general censuró la desproporcionalidad de la pena de aquella forma de hacer justicia, pero el rey dio su visto bueno por real orden. Zampacocas se fue andando camino de Cala en Turqueta pasando antes por una cueva donde en otros tiempos había dejado a dos frailes como dios los trajo al mundo atados a un árbol porque los vio distrayendo un queso a una madona, que aquella tenía en la prensa desorándose, y aquella competencia no estaba dispuesto a consentirla máxime en quienes predicaban la penitencia de la moderación gastronómica. Así que se vistió de fraile y de esta suerte llegó cerca de la playa de Cala en Turqueta. Allí se dio de bruces con una barca que terminaba de aligerarse del contrabando que traía de Capdepera y empezaba su regreso a Cala Ratjada. Zampacocas se presentó como fray Bonifacio de la orden Cartuja del Divino Silencio y dijo: tenía interés en ir con ustedes, a lo que los contrabandistas accedieron porque viajar con un fraile en aquella época siempre era una garantía. Zampacocas irguió la figura y dijo «¡que Déu lis don la glòria!» Y los bendijo con una exagerada señal de la cruz. Así cuentan las viejas crónicas que Zampacocas, el bandetjat menorquín, llegó a Mallorca.