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Sí amigos. Hoy día La Tendencia es guerrilla que ataca por todos los flancos lo mismo a adeptos al género (adictos en ocasiones) que a indiferentes (alérgicos a veces; caso en que temo hallarme tras el paso inmisericorde de primaveras sobre mi chepa). Me asombra que el siglo en el que la especie ha alcanzado unos niveles de inteligencia y pericia tan relevantes como para crear el ingenio con el que escribo estas líneas (tablet, que se dice pronto), albergue al tiempo tantas y tan dilatadas bolsas de sandez.

Si ayer se declaró tendencia (y quizás hoy ya no lo sea, que la cosa cambia de la noche a la mañana) por ejemplo andar descalzo, inmediatamente aparecerán indivíduos ensuciando y martirizando sus pies alegremente, dado que en su balanza emocional pesa menos el sufrimiento padecido que el superior placer de saberse a la moda (aclaremos que una cosa es andar descalzo por la playa, y otra hacerlo por las Ramblas u Oxford Street, con sus chicles pegados al suelo, sus colillas pisoteadas y su canesú). El elenco de tendencias chorras (que lo fueron o que siguen vigentes) es inabordable: desde tatuarse de pies a orejas, pasando por graparse en la cara (o el pene, o los pezones: en esta especialidad no hay zona, por muy delicada que parezca, que sea declarada intocable) artículos propios del campo de la ferretería, o maquillarse imitando cuidadosamente el rigor mortis, machacarse en el gimnasio hasta que aparezca una hendidura en la línea que cruza el ombligo (e insistir después con el flagelo con objeto de no perder la tierra conquistada) hasta pasear todo el santo día con un vaso de cartón en la mano (no imagino nada más molesto que acarrear dicho objeto por por la calle, el metro, o el parque, pudiendo tomarte el café donde lo has adquirido).

Pero hoy no quiero hablarles de estas tendencias que en el fondo no me afectan, desde el momento en que me limito a observarlas como mero espectador y que por otra parte habrán sido denunciadas por muchos congéneres antes que yo; hoy quiero hablarles de una tendencia superlativamente boba que vengo sufriendo en calidad de afectado colateral; una tendencia criminal que se viene extendiendo como una peste por todo el globo, un atentado brutal al buen gusto y al sentido común. Se trata de una moda en el ámbito de la cubertería.

Los siempre admirables artesanos han creado a través de los siglos la cuchara, el cuchillo y el tenedor perfectos. Cada uno ha disfrutado aportando su toque personal dando con ello lugar a una notable variedad de estilos, todos ellos deliciosamente operativos. Pero hete aquí que algún papanatas ha introducido en esos artilugios una novedad perfectamente innecesaria y que se ha hecho tendencia como era de esperar: han torcido el eje del plano a mitad de la pieza y aumentado insensatamente el peso de sus mangos de manera que no hay forma de posarlos sobre el plato sin que el cubierto entero acabe por deslizarse decidídamente hacia el interior del recipiente (cubriéndose de salsa de tomate de cabo a rabo) o lo que -sin ser tan grave- no deja de tocar las narices, esto es, se desliza hacia el exterior (imagine ahora que la vajilla , también a la moda, es de esas con forma y tamaño de orinal clásico) donde causa no sólo un violento estrépito (que alarma al resto de comensales) sino también una mácula en el mantel cuya notoriedad dependerá del tipo de creación que estemos degustando y de la virulencia del choque, pero que en ningún caso será bienvenida.

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Pero de entre estas herramientas, la que resulta más enervante es la cuchara del kit, que añade a las anteriores prestaciones la nada desdeñable aportación de su excesivamente profunda concavidad que impide a la lengua el pleno acceso a su fondo.

Mi madre lo expresaría tan sencilla como certeramente: ¿Qué necesidad había?

En efecto, amigos. No había ninguna necesidad de rediseñar la rueda, sobre todo si la novedad consiste en hacerla un poco cuadrada.

Ahora bien, dada la imparable extensión del fenómeno me pregunto ¿Es que tendré que llevar mis propios cubiertos cuando coma fuera de casa?