El Ajuntamiento de Maó me ha invitado a escribir y leer el manifiesto del acto central del Consell Municipal de Igualtat en torno al 25N, «Dia Internacional per a l'Eliminació de la Violència contra les Dones», que se celebrará este sábado, entre las 10 y las 13 horas, en la calle de Ses Moreres. Unas líneas para colaborar, como harán todas las entidades y asociaciones participantes, aquí y en el resto del mundo, y como lo hacen tantas personas cada día en esta lucha colectiva en la que mujeres y varones hemos de compartir visión: no hay otra vía (violeta) que la de todos.
Voy en busca de esas líneas y reviso algunos de mis artículos publicados en este diario relacionados con la violencia machista («No caben más minutos de silencio» y «Todos los días de las mujeres»); con el lenguaje machista («Cuando faltan las palabras»); con el modelo publicitario machista («Mujeres desnudas» y «Las mujeres perfectas»); con las instituciones machistas («Este cambio tiene nombre de mujer») y con la cultura machista («No basta con una habitación propia» o «Mujseres»), con el fin de intentar no duplicar mis argumentos y en seguida entiendo que es imposible no repetir ciertos rezos en tiempos de terror.
Reviso también los datos sobre feminicidios y otras violencias contra las mujeres, recuento minutos de silencio —creo que habría que compensarlos cada día, en cada aula, en cada casa, en cada centro de decisión política, con equivalentes minutos de palabras y acciones— y no mejoran, como sería de esperar en una sociedad que, presuntamente, evoluciona: hablamos de España y de este 2016 aún sin cerrar y ya han matado a cerca de 40 mujeres en lo que denominan «feminicidios íntimos» (que son los que contabiliza La Ley Integral sobre la Violencia de Género y que se refieren a mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas sentimentales); con Baleares, por cierto, a la cabeza de este ranking terrorista. Y son más las víctimas si se cuentan, como hace Feminicidio.net, otros asesinatos de mujeres y que elevan la cifra, en 2016, a más 90 seres humanos del género femenino exterminados en este país. No es una excepción: el asesinato machista es, según un informe de la ONU, la principal causa de la muerte de las mujeres en el mundo, por delante del cáncer, los accidentes de tráfico o las guerras. Y hablamos únicamente de humanas aniquiladas, pero las hay muertas en vida, rehenes de ese dominio machista del que todas conocemos casos: no sabemos lo que hay en el piso de al lado, «de puertas para adentro», pero nos llegan rumores de insultos, violencia económica, golpes, violaciones silenciadas, humillaciones y terrorismo «de baja intensidad» que un día u otro acaba en los medios (rara vez en primera plana, es más el caso de páginas interiores, como un suceso más).
Seres arrasados, en definitiva, una tras otra, con una media anual de cadáveres que se tatúa en la piel gastada de una sociedad que no se plantea despojarse de las ropas patriarcales (tal vez empieza, tímidamente, a avistar la raíz), los comportamientos, las estructuras de poder y una legislación que apuntalan estas violencias desde la niñez hasta el mercado laboral: la brecha salarial es también violencia contra las mujeres. La media española, según el último informe de UGT, asciende al 23,25 por ciento, es decir, las mujeres necesitamos trabajar casi dos meses más que los varones para cobrar el mismo salario y eso sin contar las horas diarias de trabajo doméstico no remunerado que recae, con diferencia, sobre las espaldas femeninas de cada hogar (también, que nadie se engañe, se desigualan aún las labores de casa y de familia en demasiadas parejas jóvenes).
El sistema trata de coordinarse frente a la violencia —ataques caseros, secretos de bloques de vecinos que acaban en golpes o asesinatos a cuchilladas infinitas—, pero es defectuoso; las medidas han de mejorarse para que una vez exista un aviso (de la víctima o del entorno), todos los mecanismos se activen contra el terrorista en cuestión: aviso de bomba. Se avanza, sí (bienvenido el Pacto de Estado si va acompañado de medidas) y se ha de ir más allá, con urgencia, porque solo en torno a un 15 por ciento de las mujeres asesinadas había denunciado a su verdugo y sin ese primer grito es, por ahora, imposible actuar. El protocolo ha de adelantarse al maltratador y hay pistas: se sabe, por ejemplo, que los procesos de separación salpican un alto porcentaje de los casos («o mía o de nadie», la posesión en aquella raíz).
El sistema falla también en la concienciación: parece que la semilla del maltrato se respira entre algunos jóvenes, aumentan las agresiones sexuales y varones adolescentes que crecen en el abuso y la falta de respeto en sus primeras parejas, ejercen control sobre las redes sociales, el aspecto físico, la ropa o las relaciones que mantienen ellas con los demás círculos sociales, algo que algunas adolescentes identifican erróneamente con amor (la televisión basura propone y fomenta alegremente estos estereotipos). «El control no es amor» y «no es no» son algunos de los mantras que la sociedad, desde todos sus recovecos, debería repetir de forma colectiva como si fuera ella la vigía de un futuro feminista (es decir, igualitario) y lo mismo cada ser humano desde nuestro pequeño (o gran) altavoz. Este es hoy el mío y ojalá un día no tenga que revisar argumentos para ningún acto reivindicativo del 25N, ojalá solo tengamos que ir unas líneas atrás para celebrar la victoria contra la violencia.