Suecia es un país que no suele ocupar titulares en los informativos, hace bueno el aforismo acuñado por la prensa anglosajona de no news, good news, o sea que si no genera noticias es porque todo va bien.
La semana pasada saltó a la actualidad una ministra de su gobierno —sí, hay países que tienen gobierno mientras aquí nuestros representantes cobran, se van de vacaciones y seguimos esperando—, Aida Hadzialic, porque fue pillada en un control de alcoholemia y dio positivo con un 0,2 en sangre, la tasa mínima que allí consideran delito al volante frente al 0,5 fijado en España.
Hadzialic era ministra de Educación, admitió haber bebido vino antes de ser parada en un control rutinario sin pensar que podía estar bajo los efectos del alcohol y dejó avergonzada el cargo.
Aquí el apego al cargo público y a la silla es superior a cualquier percance, incluyendo que un control de Tráfico te pille in fraganti en cualquier rotonda después de haber regado la cena con vino y haber tomado un mojito para digerir mejor. La lista de políticos que han caído en su doble vara de medir con una buena cogorza es larga, de todas las tendencias y colores y algunos muy cercanos, la mayoría sin asumir su error salvo en casos flagrantes como cuando han causado accidentes graves.
Mientras este verano se multiplican los casos de atropellos y colisiones con conductores a la fuga —aún nada se sabe del último que dejó a un ciclista tirado y malherido en la ronda de Maó—, pese a la existencia de controles y el reguero de muertos que se quedan en las carreteras, la tolerancia (y la tasa) cero frente al consumo de alcohol está lejos de conseguirse. La permisividad y la mal llamada comprensión social hacia estos comportamientos sigue siendo excesiva.