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Las hay que aprovechan el verano para embriagarse de lecturas pendientes; las hay que lo aprovechan (además) para embriagarse de mar y, sea como sea, en algunas mesillas (de las noches de agosto) reposan, me consta, pilas de clásicos, novedades, poemarios, cómics y otras rarezas que también atraen a los mosquitos. ¿O serán los flexos?

Yo vengo aquí a invitarles a leer un relato. No es mucho, apenas dos páginas, pero puede que sirva para abrir un apetito al que ya no le baste jamás con el gazpacho. Se titula «Felicidad clandestina» y lo escribió Clarice Lispector (1920–1977), ucraniana de nacimiento pero brasileña desde que, a los dos meses de vida, se trasladó a Recife con su familia de origen judío. Marcada por la muerte de su madre cuando ella tenía diez años, se mudó la familia después a Río de Janeiro donde ella estudió Derecho, donde vivió —excepto durante largas temporadas en el extranjero, con su marido (luego exmarido) diplomático y padre de sus dos hijos— y donde murió de cáncer a los 56 años. Publicó su primer (e insólito y bello) libro, «Cerca del corazón salvaje», con tan solo 21 años y ya en él avisaba de que venía a la literatura a romper tramas, a adentrarse en los pensamientos, en el lenguaje preciso (y sus limitaciones), al ritmo siempre de un corazón-pluma que parecía no encontrar el sosiego.

Además de los pequeños pulsos con las palabras que son sus cuentos —cuentos de interiores, como algunas plantas—, Lispector también escribió novelas, como su famosa «La pasión según G. H.»; y otras, como «La hora de la estrella», «Soplo de vida» o (mi querida y extraña) «La lámpara». Hubo en la vida de Lispector momentos de felicidad (clandestina) y también desgracias: un cigarrillo mal apagado en 1966 provocó un incendio en su cama, heridas en su cuerpo (y traumas irreversibles) y dejó casi inútil la mano con la que escribía (a casi todas horas). Después del fuego, se cuenta que Lispector se prodigó aún menos en lo público y entre sus anécdotas, quedó una nota dirigida al linotipista que armaba con letras de plomo su columna del periódico: «Disculpe que me equivoque tanto con la máquina. Primero, porque mi mano derecha resultó quemada. Segundo, no sé por qué. Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si a usted le parezco rara, respéteme también. Incluso yo me vi obligada a respetarme. Escribir es una maldición, pero una maldición que salva».

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Esta «Felicidad clandestina» (la pueden leer en www.laisladelosescritores.com) es el primer cuento que suelo recomendar en mis talleres, en el primer curso, en la primera semana, tras el primer encuentro, y sirve para empezar con la otra invitación, la de la escritura (sin maldiciones, si lo prefieren). Les propongo así a ustedes, igual que a los asistentes, que tras leerlo rebusquen en eso llamado memoria, escriban sobre un momento concreto y feliz de sus propias vidas y lo conviertan en una narración (como salga: las primeras veces pertenecen, sobre todo, al instinto). Puede venir el recuerdo de la infancia remota o de la vida reciente, como le pasó al cantante Johnny Cash cuando, en una entrevista, le preguntaron por su descripción del paraíso y él respondió: «Esta mañana, con ella, tomando café».

En fin, que cada cual tendrá su versión de lo que es (o no es) la felicidad, lo importante es revivir la emoción, partir de ese leve movimiento de tierra y, luego, literariamente, deleitarse en la manipulación de los hechos: cambiar, si se quiere, los nombres propios, los finales y los principios (o las consecuencias). Solo hacen falta unos ingredientes básicos, como cuando se va a cocinar un arroz (o lo que sea): una protagonista, un escenario y una pasión que mueva al personaje hacia su deseo. Como en la vida, como en los cuentos, como en la vida... Y así, sucesivamente.

La pasión de Lispector fue la escritura y en este cuento recrea una felicidad que muchas hemos vivido: el descubrimiento del «libro». En «Felicidad clandestina», el libro-imán para la protagonista (el mismo que para la Lispector lectora en su infancia), fueron «Las travesuras de Naricita», de Monteiro Lobato (luego vinieron los otros: contó que la fiebre por escribir —«fiebre terrible»— se le despertó a los trece años, cuando leyó «El lobo estepario», de Herman Hesse). La felicidad, en su caso, nacía de ese primer libro-compañero, casi como un primer amante, con ese quererlo tanto que lleva a no querer que se acabe nunca: yo, por ejemplo, no quiero que se acabe este verano (tengo demasiados libros en la mesilla).


@anaharo0