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En el año 1969 Travis Hirschi, profesor de Sociología de la Universidad de Arizona, publicó un interesante libro llamado «Causes of Delinquency» en el que intentaba responder a una pregunta: «¿Por qué la mayoría de las personas no cometen delitos?». Para abordar esta cuestión, Hirshi entrevistó a muchos jóvenes para saber qué actividades realizaban en su vida diaria. Les preguntaba si iban a clases de fútbol, estaban apuntados a música, iban regularmente a la escuela, si participaban en la iglesia o habían cometido algún delito en el último año. También les preguntó sobre su relación con otras personas, especialmente con sus padres, amigos y profesores del colegio. Los resultados mostraron que aquellos jóvenes que tenían vínculos sociales y que participaban en más actividades cometían menos delitos. A medida que los jóvenes estaban más integrados en la comunidad, existía una menor probabilidad de caer en la delincuencia.

Sin embargo, esta conclusión no respondía a la pregunta clave: ¿Qué vínculos sociales eran importantes para los jóvenes? Según Hirschi, la vinculación dependía de cuatro factores. El primer de ellos es el apego que hace referencia a los lazos emocionales que se establecen con otras personas a través del cariño, la admiración o el respeto. El segundo elemento es el compromiso que mide el grado en que los jóvenes «encuentran su sitio» en la sociedad, especialmente en el ámbito escolar y otras actividades juveniles como, por ejemplo, el deporte. El tercer elemento sería la participación, es decir, la implicación en las actividades familiares, escolares, laborales que enseñan a los jóvenes ciertas habilidades que les alejan del delito. Y, el cuarto elemento, serían las creencias, es decir, aquellas convicciones favorables a los valores establecidos como, por ejemplo, no apropiarse de cosas ajenas o no agredir a los demás. Según Hirschi, cuando se rompen o se debilitan estos cuatro elementos –por ejemplo, no hay buena relación con los padres, no se integra en la escuela o tiene problemas constantes con sus amigos- el joven se adentra en un camino peligroso que probablemente acabará con la comisión de algún delito.

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La teoría de Hirschi constituye, sin duda, uno de las explicaciones criminológicas más importantes de las últimas décadas del siglo XX. Tras la publicación de la obra, se han llevado a cabo numerosos estudios para evaluar sus planteamientos y los resultados han sido satisfactorios: los vínculos sociales con amigos, familia, escuela o trabajo «controlan» a los jóvenes y, por tanto, evitan que éstos se vean involucrados en actividades delictivas o antisociales. ¿Qué mecanismos podemos utilizar para que los jóvenes se sientan integrados en la sociedad? Es cierto que la adolescencia representa una etapa en la que el joven se cuestiona su identidad, asume nuevas responsabilidades y experimenta una nueva sensación de independencia. Durante varios años, el joven se pregunta por sus objetivos, sueños y aspiraciones. En muchas ocasiones, ve el mundo de los adultos como un lugar extraño y aburrido al que se resiste a pertenecer porque quiere conservar –en lo más íntimo de su alma- este trocito de rebeldía del niño que vivía sin obligaciones y alejado de toda preocupación. Posiblemente, no vea con buenos ojos que los padres quieran controlarle, que le marquen objetivos o que le castiguen cuando «pase» de las normas de casa. Sin embargo, nuestra difícil misión –y, especialmente, de los padres- consiste en educar a esos jóvenes para que cambien los modelos de conducta negativos y rompan con el ciclo de la violencia y la discriminación que se trasmite de generación en generación.

La sociedad actual vive cada vez más preocupada por el fenómeno de la delincuencia. A pesar de que las tasas de criminalidad han bajado en los últimos años, el miedo y la percepción de inseguridad son una constante que, desgraciadamente, ha pasado a formar parte de nuestra cultura. Este círculo vicioso puede reconducirse si los jóvenes –que, en pocos años, serán adultos- contribuyen a reforzar los vínculos sociales que desde hace décadas definen nuestro modelo de convivencia. Gracias a su entusiasmo, creatividad y energía, es posible que, en un futuro (quizá muy, muy lejano), nadie tenga que buscar explicaciones a por qué alguien ha quebrantado la ley. Para ayudarnos en esta difícil misión, quizá nos ayuden las palabras de Nelson Mandela: «Queridos niños: veo la luz de vuestros ojos, la energía de vuestros cuerpos y la esperanza de vuestro espíritu. Sé que sois vosotros, y no yo, quienes construiréis el futuro. Sois vosotros, y no yo, quienes rectificaréis e impulsaréis todo lo que el mundo tiene de bueno».