Puede usted mirar o admirar la obra de estos dos genios de la pintura menorquina como quien mira «La gran odalisca» de Ingres, importándole una higa si esta tiene o deja de tener tres vértebras de más o por el contrario es usted tan admirador de la perfección que va buscando tres huesos que no se ven y sin embrago están.
La obra de Matías Quetglas o la de Carlos Mascaró, Mascaró-Quetglas, son tan impactantes, tan adornadas de personalidad perfeccionista que entusiasman, desde quienes solo le piden a una obra pictórica que les guste y que aún sin saberlo, les deje una huella óptica en la memoria de la retina, avalada por la técnica que ha convertido en arte lo que ha visto. Otros habrá más pasionales, en puridad más acostumbrados a ver pintura, con la retina más entrenada por tener mucha pinacoteca y galería de pintura paseada. Son los que desmenuzan una obra buscando fugas de puntos, texturas, cromatismos novedosos, profundidades creadas desde la genialidad del autor, y quedan bocabadats cuando dan con una pifia que ni siquiera el artista ha detectado. Son los que disfrutan creyendo que además del cuadro están de paso analizando el alma del autor de la obra que les gustaría tener colgada en el salón de su casa.
Mascaró y Quetglas son para mi gusto dos justos representantes del más alto nivel de la pintura menorquina, cada uno con su personalidad, a veces compleja; por su fidelidad, uno, vecina del perfeccionismo de los grandes maestros de la escuela flamenca holandesa; o por su afán de personalizar su obra trastocando o adaptándose a los tiempos de los verbos de la pintura el otro. Son dos pintores extraordinarios, separados por su manera de interpretar el arte y porque además pertenecen generacionalmente a etapas de la vida diferentes. Sin embargo, en su pasión por el dibujo y la pintura, su devenir vital va de la mano. La naturaleza les dotó de condiciones innatas que de poco habrían servido si no hubieran estado tozudamente empeñados en llegar a ser lo que son en ese mundo exigente de la pintura, de la pintura con mayúsculas, el arte que permanece y que perdurará por encima de modernismos camufladores, huérfanos tantas veces de esa cualidad de trasladar a una superficie plana, lienzo o madera, la sensibilidad, la armonía, la composición, la denotativa. En resumen, la belleza como podemos ver en la obra de Matías Quetglas o Carlos Mascaró.
Cuánto me gustaría que alguien que pueda hacerlo o quiera logre algún día unirlos en una misma exposición. Creo estar cierto al decir que semejante hito sería la exposición del siglo en Menorca. Y no se trata para nada de comparar una obra con la otra. Yo no he visitado más de una vez las grandes pinacotecas europeas para buscar diferencias que justificaran la visita. Lo que he buscado y lo he encontrado siempre ha sido poder admirar la belleza, la grandiosidad de la obra bien hecha, aquella que te deja el alma como si te hubieras sumergido en un paraíso espiritual y embriagador.
A veces pienso que Carlos Mascaró y Matías Quetglas supieron muy pronto que lo que naturaleza no da, Salamanca no lo presta. Eso son habas contadas, al mismo tiempo que se les aclaró desde su innata condición artística que es verdad que la naturaleza nos da naranjas pero nos las da con la piel, las tenemos que pelar nosotros. Y eso fue lo que estos dos maestros de la pintura hicieron, trabajar y trabajar, porque para pintar como ellos lo hacen hay que pelar muchas naranjas, permítanme la metáfora.