Hay muchas personas que ante las escasas expectativas laborables se decidieron a abrir un negocio propio. Viven en vilo y muchas noches, cuando no pueden dormir, se preguntan si se han equivocado, incapaces ya de volver atrás. Escuchan con esperanza las declaraciones políticas que proclaman la recuperación de la economía, pero no perciben esa mejora en carne propia.
Hay que escucharles. Una joven se decidió a abrir una tienda y cuando habla se le humedecen los ojos porque los gastos se están volviendo insoportables y no cree que las administraciones la ayuden. Todo lo contrario. Perdió la bonificación de los autónomos cuando contrató a una dependienta por unas horas (¿se castiga la contratación?); ha recibido una inspección de trabajo, que superó, pero que la dejó temblando; quiso colgar en su pared un cartel y el Ayuntamiento le pidió un dinero por ello (ahora ya no cuelga ni el cartel de las fiestas patronales); y eso sin contar la reforma y la inversión para la compra del material (los fabricantes se resisten a financiar los depósitos).
La lista de los intentos fallidos de convertirse en emprendedor -figura de moda- es larga y está llena de historias tristes y no parece que sean las excepciones de la microeconomía. Muchos de ellos coinciden en que, a pesar de las leyes que anuncian apoyos a los nuevos-pequeños-jóvenes empresarios, los obstáculos siguen siendo demasiado grandes.
Provienen de esa administración convertida en un monstruo que devora a sus «jefes» (los ciudadanos), que nadie ha reformado en serio. Ni se lo plantean. Lo único que se hace es devolver la paga extra a los funcionarios por simpatía electoral. Pero nadie gestiona de verdad juntar ayuntamientos, cerrar el Senado o el Consell de Mallorca, eliminar delegados, unificar policías...
¿Por qué Hacienda funciona sin papeles y los juzgados están saturados de carpetas? Porque al Estado le interesa más recaudar que administrar justicia. Es así de lógico. Este es un sistema pendiente de rescate.