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Dice la directora general de Política Lingüística del Govern, Marta Fuxà, que hay que recuperar la paz social en torno a la lengua catalana y tiene razón, pero yo iría un poco más allá y diría que hay que mostrar ya de una vez por todas la bandera blanca en todos los idiomas, porque éstos no tienen que ser campos de batalla sino instrumentos de comunicación.

Ciertamente en todos los años que llevo acogida -y muy bien por cierto-, en esta tierra, nunca hasta ahora había presenciado cómo los ánimos se enervaban tanto por utilizar una u otra lengua, castellano o catalán, ambas cooficiales, que parecían fluir sin problemas, en una convivencia tranquila que admiraba. En los tiempos que corren eso ha cambiado. La última polémica en un restaurante de Ciutadella, las quejas de catalanoparlantes y también de los que no lo son, han vuelto a caldear los ánimos, que ya se habían encendido bastante en las aulas con el frustrado tratamiento integrado de lenguas que quiso impulsar el anterior gobierno autonómico. La lengua, un sistema convencional de signos y sonidos, mediante el cual se comunican los miembros de una comunidad, es sin embargo mucho más que eso.

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Es el vehículo de sentimientos. Uno no solo habla una lengua sino que piensa en esa misma lengua y se emociona en ese idioma. Es el hilo que teje sus memorias, su sentido de pertenencia a un grupo, su identidad, y como tal todas son respetables y deben ser respetadas. Es de una riqueza increíble poder expresarse y sentir no solo en una, sino en dos o más lenguas, aunque nunca, o muy difícilmente, se llegue al nivel que tendrá la lengua materna, que nadie quiere ver menospreciada precisamente porque forma parte de su esencia.

Cuando la política se adueña de todo lo que representa una lengua nadie suele salir bien parado. Como señala la directora sí, es hora de poner paz, de que se respeten los derechos de unos y de otros, y de que los idiomas sirvan para derribar barreras, no para levantarlas.