Recogido el pan, como lo hacía Umbral cada día (pero yo lo recogía veinte años antes que él). Y a las once estoy sentado a la mesa y frente al cuaderno, sin tener ni puñetera idea de lo que voy a escribir.
Simultáneamente con mi cogito ergo sum, me dedico a recortar y limar las uñas; nunca antes había tenido las manos tan bien cuidadas como desde que he empezado en este verano una especie de cajón de sastre que, no es sincrónico ni consecutivo, ni siempre saldrá publicado.
Ayer, por ejemplo, estuve escribiendo sobre el aniversario (¡40 años ya!) del inicio de una apasionada historia de amor que, como todas las de esta índole acabó fatal. Recostada sobre una tumbona playera, boca abajo y en biquini, ella mantenía un libro bajo el mentón. La había escudriñado la noche anterior en la terraza del Sorrento, y ella también me dispensó alguna ojeada... No era muy alta, probablemente alemana, pelirroja y algo pecosa, mirada inteligente, boca frutal, un cuerpo nada espectacular pero muy bien proporcionado, de apariencia burguesita, eso sí, pero dotada de cierta aura de provocativa alacridad (Michelle Pfeiffer, digamos).
Me acerqué y le dije: «Supongo estás leyendo una novelita de amor. No quisiera perturbar tus emociones». Ella levantó la cabeza, me sonrió con placentera alevosía y me enseño la portada del libro: nada menos que la «La Náusea», de Sartre.
«Tienes grandes dotes de psicólogo, sin duda alguna»— me reenvió. Touché!